domingo, 15 de febrero de 2015

Cuervos

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Práctica 7; Acción.
Cuando escuché el cuerno en la lejanía supe que algo malo estaba pasando en las colinas, así que no tardé en correr hasta las almenas para ver qué era exactamente lo que ocurría. Era una noche sin luna, así que no vi nada fuera de las murallas del castillo, ni siquiera la habitual silueta de las montañas del este donde acaba el reino. Lo primero que hice fue buscar a Haldr por todo el castillo, pero no tardé en recordar que había salido la mañana anterior para explorar lo contornos, y que aún no había vuelto. El cuerno volvió a llamar de forma desesperada; pensé que quizá fuese el propio Haldr quién llamaba.
Cuando bajé a la armería no había nadie allí, así que me apresuré a coger mi martillo y mi yelmo emplumado, y me dirigí hacia las puertas lo más rápido que pude. Salí corriendo, dejando atrás la fortaleza por el puente levadizo, yo solo, para internarme en el peligroso bosque nocturno. No veía nada de nada, y apenas distinguía los troncos de los árboles bajo la tenue luz de las estrellas, pero de todas formas recé con todas mis fuerzas a los dioses para que me permitiesen llegar a tiempo a la batalla, y todos sabéis que los dioses nunca le dicen que no a eso: corrí impulsado por la furia del Dios Tuerto más rápido que si hubiese montado un caballo, que seguramente hubiese acabado tropezando. El cuerno en la lejanía seguía llamando, pidiendo una ayuda que no llegaba. Cuando ya me encontraba a escasos metros del lugar de donde procedía el sonido, dejó de sonar.
Por fin vi unas luces, unas antorchas en medio de la espesura, y unas voces que gritaban. Salté de entre la maleza, solo para ver como Haldr caía al suelo abatido justo delante de mí por la espada de uno de esos desdichados hombres de las ciudades del oeste, con su cuerno en la mano. No sé si él llegó a verme antes de ser abatido, pero espero que así sea, y que al menos me recuerde en los palacios negros de Halarheim, donde a juzgar por la cantidad de hombres muertos que había a sus pies, seguro que habrá llegado sin dificultad. Había otros de los nuestros en el suelo, dos o tres, lo cual me enfureció de una forma que no pude controlar, mientras que solo habían quedado en pie cinco de aquellos hombres del oeste. Viendo que estaba solo, uno de ellos hizo un comentario en su lengua que no pude entender, pero lo hizo con una expresión que comprendí al instante, como si creyese que sería fácil hacerse conmigo.
Ese desdichado avanzó hacia mí con prepotencia, burlándose en su estúpido idioma y apuntándome con su espada como un imbécil. Fue incapaz de reaccionar cuando me lancé sobre él: le destrocé la mano de la espada con el martillo, y acto seguido, esparcí lo poco que había dentro de su cabeza por el bosque de otro golpe. Sus compañeros retrocedieron espantados.
“Un bosque profanado con sangre solo se limpia con sangre”.-les grité antes de lanzarme a por ellos. Uno trató de lanzarme una antorcha que llevaba antes de esconderse detrás de sus compañeros, pero la esquivé sin ningún problema. El más valiente quiso enfrentarse a mí, lo cual le honra, pero no le sirvió de nada, le tiré al suelo de un manotazo y salté sobre él para lanzarme contra el resto. A uno le maté con un golpe de mi martillo directamente sobre las costillas mientras que a otro también le empujé contra el suelo para destrozar el bonito yelmo que llevaba a base de patearle contra una roca. En medio de aquel furor asesino que me recorría casi había olvidado al cobarde que me había tirado la antorcha, y que en aquel momento me miraba con pavor, completamente paralizado.
Quiso correr cuando me acerqué a él, pero con un golpe de martillo dejé uno de sus tobillos completamente destrozado. Supongo que le oiríais chillar de dolor.
“Grita, perra.” le dije mientras pensaba en cómo acabar con un cobarde como él. “Los otros eran unos asesinos malnacidos que tuvieron la mala suerte de venir a mis tierras, pero tú solo eres una perra cobarde. Grita más, con suerte atraerás más perras como tú, y así podremos acabar con toda la jauría de una sentada.” Recuerdo pisarle el tobillo destrozado mientras se lo decía para que gritase más. Cada alarido limpiaba más el bosque de su inmundicia y tranquilizaba a los espíritus inquietos de los ancestros que viven allí. Me rogó que le matase, así que le recordé que era una perra cobarde.
Dejé de aplastar lo que quedaba se su tobillo, pero solo para volver a dirigirme a los dioses; con sus gritos no me hubiesen escuchado bien. Les pregunté de qué forma querían que se lo enviara, cómo querían aquella ofrenda. En cuanto vi la antorcha que me había tirado en el suelo, entendí el mensaje del Dios Manco. La recogí y volví junto a la perra agonizante. Le agarré de la cara y le obligué a abrir la boca. “Cuidado, está caliente.” le advertí antes de apagar la antorcha con su esófago. Conseguí que dejase de gritar.
Cuando llegasteis, en el bosque solo quedaba silencio y oscuridad, que es lo único que debe haber en el bosque.
Elllolol

Cuatro Balas Para la Medianoche

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Práctica 7; Acción.
Se aproximaban ocho, pero probablemente hubiera más en la floresta. Unos cuantos arcos, hachas y espadas, cubiertos con escudos de madera y pintura de guerra. Un ejército primitivo y sucio para enfrentárseme, pero yo no tenía muchas opciones. Tras la pequeña cobertura de madera, sabía que sólo me quedaban cuatro balas en el revolver.
Una flecha perforó con fuerza mi protección, mostrando su punta a través de los tablones. Me asomé rápido, como un rayo, y descargué un tiro acelerado contra los atacantes. Mientras me agachaba de nuevo, vi como uno de los arqueros caía hacia atrás, agarrándose la pantorrilla. Podía escuchar sus gritos de dolor desde detrás de la barrera, mientras su carrera y sus aullidos de batalla aceleraban con el ritmo de mi corazón. Tres balas.
Asomarse una vez más y volver a cubierto dejó a otro en el suelo, pero apenas quedaban cinco metros entre ellos y yo y no me quedaban sitios a donde retirarme. El primer asaltante cruzó el parapeto y le descargué un tiro a bocajarro, sintiendo su sangre caliente y restos de su cráneo en mi cara. El siguiente entró detrás de él antes de que el cuerpo tocase el suelo y se llevó mi última bala como regalo en la garganta. Rodé a un lado, dejando la pistola detrás. Todo estaba perdido.
Cogí como pude el hacha del primero y me dispuse a enfrentarme a los cuatro que quedaban. Con fuerza, tomé aire y me lancé a por ellos como un loco, fuera de la cobertura y de la seguridad. Si moría, ¡que se viniesen conmigo los más posibles! Al primero lo pillé por sorpresa, un golpe contundente y la hoja se internaba en el lóbulo temporal. En el Spital no nos entrenaban para esto, pero eran cosas que se aprenden en el Yermo. Paré el ataque con el escudo del quinto enemigo, trastabillando hacia atrás por el impacto, y tropecé con uno de los cadáveres.
Mi equilibrio se desvaneció, mientras mi cuerpo caía lentamente hacia atrás. Sobre mi, los salvajes aullaban victoriosos. Mi tiempo de servicio en el mundo se acababa y más de los suyos seguían saliendo de la floresta. Uno apuntó su arco a pocos metros de mi y en la punta afilada del asta de la flecha iba escrita la hora de mi defunción.
Costán Sequeiros Bruna

Final feliz

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Práctica 7; Acción.
Tenía que conseguir otro final feliz.
Las ruinosas escaleras de piedra crujieron al son de sus pasos vacilantes. La montaña rugió; el viento azotó esa parte de la ladera y la nieve se levantó como una sábana de espuma.
Amanda se agarró a la frágil barandilla, asustada. El metal se convirtió en polvo entre sus fríos y delicados dedos. Se quedó así, paralizada, hasta que una mano le fue tendida desde la oscuridad, y tiraron de ella para levantarla.
Era Ekio. Sus enormes ojos azules destellaron un momento, amigables, y juntos subieron los escalones que quedaban.
Zafir les miró llegar a la cima con desconfianza. No se fiaba de ella. Era la nueva del grupo.  La nueva de entre los dos. Y él era el que se encontraba mejor que todos. Las frondosas pieles de su capa hondearon entorno a su figura, agigantándola, manteniéndola caliente. Claro, él siempre se quedaba con lo mejor. Amanda se preguntó cómo era posible que Ekio todavía no se diera cuenta de que pretendía traicionarle.
Pero claro, tampoco ella podía saberlo.
– Moved el culo, pareja. - les gritó.
Acamparon al amparo de un saliente de aspecto particularmente agresivo. Bajo su techo, estaban resguardados de la nieve y la ventisca. Pero tampoco podían mirar las estrellas, claro. Las estrellas tranquilizaban a Amanda. Siempre estaban ahí. En los dos mundos.
Zafir se quedó haciendo la primera guardia. Eso significaba que Amanda tampoco podría dormir; y lo que era más complicado: que tendría que fingir que dormía.
Los ojos azules de Ekio se quedaron clavados en los suyos hasta que los cerró el sueño. En ese momento, y a falta de su luz, Amanda se mantuvo en un lamento vibrante, como unas cuerdas sin su guitarrista.
“Tienes que tranquilizarte” se reprendió. Ni siquiera recordaba el falso nombre que le había dado. ¿Y si alguna vez la llamaba y no respondía? Zafir tenía razón: no era de fiar. Ni siquiera ella se fiaba de sí misma.
Pero no había podido resistirse. Cuando se enteró de que Ekio quería alcanzar la tumba de la mujer que se había enamorado de la montaña, para comprobar que la leyenda fuera cierta, le pareció una empresa demasiado atractiva. Aunque la montaña fuera un risco que sobrepasaba las nubes y que llevaba mucho, mucho tiempo enfadada con sus ventoleras.
En ese mundo extraño, Amanda se sentía libre. Pero aquella sería la última noche. Zafir intentaría matar a Ekio de un momento a otro, ella se lo impediría y ahí habría acabado su trabajo.
“¿Cómo alguien puede querer matarte?” pensó, mirándole dormido. Apenas podía verle en la oscuridad, pero tenía su rostro grabado a fuego en la memoria.
“¿Cómo alguien podría permitir que te acabaras?”
Escuchó las primeras palabras del hechizo de Zafir. La lengua del desierto. La fuerza de la arena enterrando poderes ocultos desde hacía siglos. Las formas cambiantes de las dunas, serpientes titánicas debajo de la tierra.
Estaba intentando embrujarla, con las estrellas como único testigo. Después mataría a Ekio, y dejaría que ella muriera de frío; todo estaría hecho.
Cuál fue su sorpresa al ver que se incorporaba. Que el hechizo no hacía mella en su piel de marfil, que no paralizaba ninguno de sus miembros. Zafir retrocedió, trastabillando, y Amanda se sintió como la inmortal reina de las nieves, saliendo de debajo de su risco.
– Mala suerte, amigo. - le susurró.- Yo no formo parte de la historia.
Desenvainó la espada lentamente. Su muerte era necesaria. Ekio no podía cargar con un tullido montaña abajo, no una vez ella hubiera desaparecido y se hubiera quedado solo. Y sin duda insistiría en hacerlo aunque con ello arriesgara su propia vida. Por eso tenía que matarlo.
Ekio... ¿cuántas páginas cuestas?
El filo destelló a la luz de las estrellas. Zafir gritó conjuros contra ella que, por supuesto, no tuvieron efecto. Nada tenía efecto cuando Amanda se acercaba. Por eso siempre había tenido que apartarse en ciertos momentos, durante el viaje. Para que ellos no se dieran cuenta de que era como un agujero negro en el ritmo de sus aventuras.
Justo cuando se abalanzaba sobre él, los gritos de Zafir surtieron efecto. Las firmes manos de Ekio se cerraron contra las muñecas que Amanda ya elevaba por encima de su cabeza, y a punto estuvieron de hacer saltar el arma de entre sus dedos. Impotente, dejó que Ekio la apretara y la tirara al suelo con todas sus fuerzas.
La mirada de odio que le lanzó cuando ya estaba tendida sobre la nieve le dolió más que cualquier otra cosa.
– ¿¡Qué pretendías?! - la acusó.
– ¡Me estaba atacando! ¡por la espalda! - mintió Zafir.
– ¡No es cierto! - se defendió.- ¡Quería hechizarte, Ekio, tienes que creerme!
Pero Ekio no la creyó. Su mirada era aún más fría que de costumbre. Mucho más fría que cuando le cogió de la mano por primera vez. Más fría y más intensa que cuando la atrapó entre sus tonos de hielo.
Tenía razón. No podía creerla. La conocía desde hacía solo unas semanas. Pero Zafir había sido su compañero de aventuras desde hacía años. Su amigo. Su camarada.
Ekio no se daba cuenta de que Zafir solo era su sombra. De que debería haberlo dejado allí, moribundo en el desierto. De que había rescatado a una sanguijuela que se alimentaba de su sangre y de sus méritos.
Amanda no podía abrirle los ojos sobre eso. Había ocurrido hace años, cuando aún no le conocía, en lugares en los que ella no había podido estar nunca.
Alentado por la reacción de su amigo, Zafir se arrodilló junto a ella y la cogió por la capa:
– Dinos, ¡¿qué es lo que querías?! ¡dínoslo!
Amanda tuvo la valentía de no responderle. Anegados en lágrimas, sus ojos se quedaron fijos en el suelo, hasta que el ladrón le cruzó la cara de una bofetada.
– ¡Ya basta! - le reprendió Ekio.
Dolido, Ekio se frotó la frente y los ojos, caminando rápidamente de un lado a otro. El amanecer estaba cerca.
– No podemos dejar que nos siga. - decidió, ordenando a Zafir. - Dámela.
Zafir agarró a Amanda por la melena rubia y la obligó a levantarse, para empujarla hacia
Ekio, que la cogió sin mucho cariño.
– Tú quédate aquí. - indicó a Zafir.
Sujetándola las manos detrás de la espalda con un brazo, y empujándola con el otro, la llevó cuesta abajo hacia la frágil escalera que acababan de subir aquella tarde. Pero no, no pretendía conducirla por allí. Se quedaron a varios metros de distancia, mirando hacia el vacío del barranco.
Amanda contempló el lugar de su muerte. Una grieta fría y oscura. No había un final feliz.
Esta vez no lo había conseguido. Las manos de Ekio temblaron, dudaron a la hora de la verdad.
– Yo... - comenzó a murmurar Amanda.
– ¡Cállate! - le gritó, airado.
Escuchó su acelerada respiración unos segundos más, para después sentir cómo la soltaba.
No la había matado. Amanda cayó de rodillas sobre la nieve, a escasos centímetros de lo que habría sido su asesinato.
Agradecida, se volvió hacia Ekio, pero este ni siquiera se dignó a mirarla.
– Te dejaré la espada aquí. Para que puedas intentar volver con vida por donde has venido. Y no hagas que me arrepienta de no haberte tirado.
No escuchó sus pasos al marcharse, porque los sollozos lo ahogaban todo. Ya está. Ya se había acabado.
Miró su espada, abandonada sobre la nieve. Siempre había conseguido lo que quería.
Bastaba con que imaginara algo para que lo tuviera. Como ese filo. Siempre lo había conseguido
Salvo entonces. Salvo con Ekio.
Zafir ya había preparado los zurrones para cuando volvió Ekio. Le palmeó la espalda, como consolándole, y en silencio, reemprendieron su viaje.
El hechizo llegó a la noche siguiente, cuando Ekio aún no estaba dormido del todo. Como un valiente, intentó ordenar a sus paralizados músculos que cogieran un arma. Gritó, se arrastró, se resistió hasta el último de los momentos a ser la estatua en que se estaba convirtiendo. Zafir lo apuñaló primero en el brazo, y se disponía a hacerlo sobre el pecho cuando Amanda apareció.
De un manotazo, la daga salió disparada. Zafir no podía creer lo que veían sus ojos.
Murmuró otros tantos hechizos que, por supuesto, no surtieron efecto. Y en el último momento, desenvainó la espada que Amanda nunca le había visto usar.
Era preciosa.
– ¡Cobarde! - gritó al moribundo Ekio, que se retorcía en el suelo de la cueva. - ¡Cobarde, mentiroso! ¡Por una mujer!
Pero no pudo seguir increpándole más, porque Amanda se tiró contra él. Sus filos se encontraron y chillaron como una criatura del infierno. Ella fue la primera en ceder; las chispas ascendieron hacia el cielo.
Estaba resollando. No era fuerte. No como un hombre. La primera vez le había pillado desprevenido; pero en esta ocasión no llevaba ventaja.
Zafir comenzó a girar en círculos alrededor de ella. Lanzó una estocada, que esquivó. La atacó por un flanco, y se encontró con una barrera de acero. Pero no por mucho tiempo.
– Dime, ramera, ¿de dónde has salido? ¿quién eres en realidad?
Amanda no podía concentrarse en atacar y responder, ambas a la vez. Por eso, soltó la espada y se llevó una mano bajo la capa. Cuando apuntó a Zafir con el cañón de la pistola, este tenía la cara de desconcierto que se merecía un invento que tardaría muchos siglos en llegar hasta su mundo.
– Créeme, si te lo contara, no me creerías.
El balazo le atravesó la frente limpiamente. Era lo bueno de aquel mundo de ensueño: todo dependía de la voluntad de Amanda.
Muerto el hechicero, se acabó el hechizo. Ekio ya se incorporaba, con una mano apretando su hombro herido.
– ¿Qué? ¿qué es eso? - preguntó, aterrado, sobre la pistola.
Amanda se arrodilló a su lado y le cogió por el rostro. Le quedaba poco tiempo.
– ¿Alguna vez has leído un libro, Ekio? Yo te estaba leyendo a ti. Desde muy lejos.
El protagonista parpadeó. Ni siquiera era capaz de despedirse. Ni siquiera sabía que tenía que hacerlo. Amanda cerró los ojos.
Cuando los abrió, estaba de vuelta en su mundo, en su cama. Eufórica, cogió el libro que había caído sobre su regazo cuando se quedó dormida, y pasó a la última página. Ekio. Ekio seguía vivo.
Había conseguido cambiar el final. Dejó el libro en el estante de historias que había conseguido enmendar, y su corazón protestó.
– Lo siento, pequeña. - se dijo a sí misma. - Lo siento.
Se levantó de la cama y caminó silenciosamente hasta la ventana. Las estrellas continuaban allí, ajenas a su pérdida.
– Sí, Ekio. Son las mismas.

Suspiró, miró la pila de libros que le quedaban con final trágico, y decidió que era el momento de pasar a otra página.
Julia Concepción Gutiérrez

Imperturbable

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Práctica 7; Acción.
En aquel pasaje oscuro, el aire frio le estremecía la piel, sin sus ropas de barrera, su cuerpo por dentro sentía la brisa como cuchillos afilados que arremetían contra ella sin piedad. La muchacha, aterrorizada, deseaba que su angustia acabara. Más que el dolor que le invadía, la espera era su mayor desdicha. El barbudo individuo pelirrojo que la había secuestrado, la mantenía prisionera en un trastero  mugriento, donde la podrida madera agujereada, permitía la intrusión del viento en sus carnes. Sentía que su vida iba a acabar, lo notaba sin necesidad de pensarlo, su intuición misma se lo garantizaba. No podía moverse, lo había intentado tantas veces que sus muñecas magulladas le escocían y sangraban al más mínimo movimiento que ejerciera. Deseaba morir, cualquier cosa sería mejor que aquello. Inmovilizada e indefensa, sabía que tarde o temprano su situación empeoraría sin poder evitarlo. Fue en ese momento cuando oyó crujir una rama a lo lejos y unos pasos cada vez más audibles que se aproximaban.
  • ¡No!, ¡no, no, no! ¡Auxilio!- gritó con todas sus fuerzas, su garganta reseca le provocó un dolor agudo tras aquel alarido,  pero ella no se detuvo- Por favor… ¡AYUDA!- exclamaba desesperada
  • ¿Hola?, ¡policía!, ¿hay alguien ahí?- escuchó con claridad
  • ¡Sí, me han secuestrado!, ¡aquí!
La esperanza que había perdido volvió a resurgir, seguido del resto de sus emociones, las lágrimas no dejaban de brotar y su voz, a pesar de ser débil, se esforzaba por hacerse oír, sacando todas sus fuerzas a flote.
  • Te sacaré de aquí, tranquila- el cerrojo de la puerta se interponía en su liberación pero la reseca madera del cobertizo no aguantaría un gran impacto
Su salvador, un hombre de constitución delgada, arremetió contra la puerta sin pensarlo. ¡Poom, poom, poom!, al tercer intentó hubo un chasquido y un halo de luz rompió con la penumbra del espacio. El hombre comenzó a patalear la rotura y la madera se fracturó una y otra vez hasta que se creó un enorme hueco por el que la joven podría escapar.
Pero la tranquilidad de la victima pronto se desvaneció… El policía, concentrado en desatar las manos a la chiquilla, percibió un ruido sordo que le alarmó. La joven lanzó un grito de ahogo mientras que el robusto barbudo acechaba con su sonrisa maléfica.
El agente estaba solo, su unidad de búsqueda se había dividido por el bosque para abarcar la máxima distancia posible y así dar con la pequeña secuestrada. Ciertamente está era su primera puesta en acción, hacía apenas un mes que había entrado al cuerpo. Él tan solo se había presentado voluntario a la persecución, en ningún momento se había imaginado un encuentro con el agresor. Le temblaba todo el cuerpo con solo echar un vistazo al corpulento individuo de ojos vacios, pero no por ello se quedó inmóvil. Ya no era su vida la que corría riesgo, la joven a su lado se balanceaba delirante, ya sin consciencia de sí misma, con el único objetivo de huir. Debía reducir al hombre fuera como fuese. Meditó; no le daría tiempo a pedir refuerzos, en menos de un segundo ya se le habría tirado encima el secuestrador que portaba un cuchillo en su mano derecha. Optó por apuntarle con su pistola. El estropajoso individuo que ya corría en su dirección enseñando los dientes, se vio obligado a detenerse tras su rápida actuación:
  • ¡Alto o disparo!- clamó exhortante
Tal fue su ímpetu que el atacante se detuvo, mirándole fijamente, sin un halo de tensión en su rostro, tranquilo… Lo opuesto al policía que, a pesar de tener una ventaja considerable, se mostraba inseguro y temeroso. Sus manos bailaban al compás del latido de su corazón; movimientos rápidos y seguidos. Muy a su pesar el temible ser al que apuntaba no muy agudamente, notó su dubitación y…se rió. Fue una carcajada de burla, más desagradable que cualquier otra que hubiese oído. Eso le estremeció, pero no tanto como cuando omitió su orden y reanudó la marcha. Cada vez estaba más cerca y continuaba ignorando sus advertencias:
  • ¡Deténgase!, ¡Disparo, le juro que disparo!- al ver que el peligro cada vez era más intenso, y aún con sus manos temblorosas, intentó concentrar toda su atención en  alcanzar una de sus piernas con la bala, vio una oportunidad y…apretó el gatillo
Click, sonó débilmente. El pánico se apoderó del policía, ¡no había quitado el seguro! Había desaprovechado una oportunidad de oro que ya no volvería a tener. En el tiempo que tardara en quitarlo, ya habría podido acuchillarle el delincuente. Dejó de lamentarse y respiró, ya con la cabeza fría y el corazón de piedra, corría desprovisto de defensa hacía su amenaza.
La muchacha chilló cuando el escuálido hombre se abalanzó contra lo que serían tres cuerpos suyos. Pero el joven había alcanzado la velocidad suficiente para que la fuerza del impacto derribara el pesado cuerpo objeto. El hombre cayó de espaldas al suelo, aturdido, intentó recomponerse en lo que el policía ya le había quitado la afilada arma que portada. Pero su inhibición duró apenas unos segundos, y el comodín sorpresa ya había pasado. La lucha cuerpo a cuerpo era inevitable pero el salvador de la muchacha ya no dudaba, atacaba. Recordó las lecciones de inmovilización e hizo un intento de doblar el brazo del pelirrojo. Él hombre se resistió fieramente, apenas podía mantenerle tendido, así que optó por rectificar su trayectoria. Confió en la dureza de su codo, el hueso de esa zona le proporcionaría un arma efectiva. Lo importante era saber el lugar exacto donde golpear y el joven policía lo sabía. Ágilmente su brazo se dobló y, no sin antes recibir un gran impacto en su comisura derecha, cogió impulso y apuntó al tórax de su atacante.
Si acertaba, todo acabaría, al agresor se le cortaría la respiración, agonizaría y quedaría inconsciente en apenas segundos. El descenso de su brazo pasó lentamente en su mente, ni si quiera el dolor en su mejilla consiguió desconcentrarle, veía con claridad el pecho desprotegido del pelirrojo, al que terminó alcanzado su articulación. Todo habría sido perfecto si en el último instante el hombre no hubiera notado sus intenciones, pero lo hizo. Puso su enorme mano de coraza.
  • ¡Ahhhh!- gritó
Su mano maltrecha, había creado una pequeña barrera gracias a la cuál seguía consciente. El valiente policía no podía dejarle tiempo para que se recompusiera, dispuso nuevamente su brazo en la misma posición de ataque pero… Esta vez un golpe en su cabeza le hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Un pequeño ladrillo del que el sujeto se había apoderado sin que él lo notara. Ahora su posición era de presa y mucho se temía que ni con todas sus fuerzas habría conseguido librarse del pesado hombre que tenía encima de él. Volvió a golpearle, esta vez en la nariz con sus nudillos. Un cosquilleo ardiente le recubría la zona dañada.
  • Vaya, vaya, si tienes cara de niñita jovencito. Casi es una pena destrozar tu dulce rostro-sonrió- Casi- dijo en un susurro mientras que nuevamente le golpeaba el rostro
El secuestrador estaba jugando con su presa, como en una cacería, disfrutando el momento… Pero él no estaba dispuesto a que todo acabara, solo se rendiría una vez muerto. Su mirada de odio pareció divertir al sujeto que continuaba zurrándole…distraído. Esta es la ventaja que permitió que todo acabara. En una pelea, no pierde el más débil, pierde el que se deja llevar por sus emociones. Fue por ese aire de suficiencia y regocijo del delincuente, que el astuto policía, aún con su dolor agudo, quitó el seguro de su pistola sin que nadie lo notara y, con mucho cuidado, la desenvainó lentamente... La niña que había ido a salvar sollozaba y se quejaba mientras que la sonrisa maléfica del agresor era cada vez más amplia. Daglas, sin ninguna vacilación, disparó en el costado al pelirrojo. Este calló, abatido, sin ya causar amenaza alguna. Aún así, el policía tomó precauciones, le esposó, volvió a poner el seguro a su arma y liberó por fin a la muchacha cautiva tras indicar su posición al resto de su equipo.
Cristina Torres

Ultraviolencia maña

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Práctica 7; Acción.
Esa calle zaragozana, en la que tan sólo el cierzo rompía el silencio con ráfagas ululantes, empezó a vibrar. Los pasos de unas veinte personas surgieron de una esquina, y se detuvieron al final de la calle, mirando hacia el corredor que les esperaba frente a ellos. Eran todos hombres, con el pelo rapado al cero y afeitado, dejando sus cabezas relucientes bajo el amarillento haz de las farolas noctámbulas. Sus chaquetas, unas de cuero negro y otras rojizas y abombadas contrastaban con los pantalones militares y las botas marrones y negras que habían atronado hasta hacía un instante la calle. En las manos relucían puños americanos, bates y alguna que otra tubería.

Otro rugido retumbó en el extremo más alejado de los skins, dando paso a un grupo de otra veintena de personas, que también acabaron paradas, mirando hacia los primeros. Éstos últimos llevaban el pelo largo y lacio, algunos recogidos en coletas, y otros en trenzas. Llevaban chaquetas de cuero adornadas con pinchos y alguna cadena, que también colgaba de los bolsillos de sus pantalones pitillos ajustados. Otros llevaban, como los skins, pantalones militares anchos, compartiendo uniforme con quienes el destino ya había enfrentado. Los heavys blandían cadenas de hierro, bates y varas de madera, que agarraban con fuerza protegidos, los más afortunados, por unos guantes negros de motorista, de estos que dejan congelarse los dedos en el invierno que ahora ya quedaba muy atrás.

No hizo falta hablar, ya estaba decidido lo que iba a pasar esa noche. Tras una eterna mirada silenciosa que pareció un segundo, el primer heavy, Arturo, alzando la cadena sobre su cabeza, inició la marcha.

— ¡Putos nazis!— se oyó gritar a sus espaldas mientras ese pequeño ejército improvisado emprendía una carrera violenta ocupando la calle.

— ¡Guarros de mierda!— les respondió una voz en el otro grupo, que también había empezado a correr sujetando con fuerza las armas teñidas de odio que habían llevado a ese lugar sagrado. Un lugar sagrado, bendecido en el silencio de Zaragoza, que no tardaría en ser profanado por un reguero de sangre.

El primer golpe se lo llevó un nazi en la mandíbula. La cadena del heavy que había iniciado el ataque le acertó en la cara, tumbándolo y haciendo que soltara el bate con clavos que sujetaba con ambas manos. Con un “hijo de puta” Aron volvió a levantarse, buscando a tientas el bate por el suelo. Mientras tanto, Arturo utilizó la inercia de la cadena para recogerla justo antes de esquivar un puñetazo metálico que buscaba su  estómago. A su alrededor empezaba el baile mortal en el que cabezas rapadas golpeaban frentes cubiertas por melenas, y los bates rompían los primeros huesos.

Con un brusco movimiento, un heavy enorme, cuyo flequillo ocultaba su rostro, alzó en el aire a un nazi cogiéndolo del cuello y lo sacudió antes de lanzarlo contra un coche. Esto no tardó en llamar la atención de Aron y los suyos, que utilizaron las barras metálicas para romperle una rodilla a ese gigante. Cuando el heavy se inclinó, un nazi de ojos amarillos y nariz afilada le soltó una patada en la boca que hizo volar algunos dientes contra el asfalto.

— ¡Hijos de puta!— espetó Arturo al ver la paliza que le empezaban a meter seis brazos y piernas al gigante. Se zafó del golpe de una tubería oxidada que iba hacia su cabeza, y al esquivarla, enredó la cadena en la pierna del nazi y lo tumbó contra el suelo, haciendo que se golpeara la cabeza. Una fuerte patada en los riñones con sus botas de refuerzo metálico inmovilizaron completamente al nazi derribado, y Arturo se apresuró a alcanzar a Aron y los otros dos nazis que tenían agarrado al heavy mientras la destrozaban el vientre a puñetazos.

La calle estaba cubriéndose de golpes y alaridos, que hicieron asomarse a algunos vecinos, cuyo terror se había aliado con la curiosidad al mantenerlos paralizados, contemplando el grotesco teatro como habían hecho sus antepasados romanos en los espectáculos de gladiadores. Esas personas sin rostro ni coraje eran meros espectadores de una función protagonizada por otro tipo de gladiadores, esclavos de su propia ideología y su carácter violento.

Un golpe de un bate que rompía un hombro. Una cadena que destrozaba una rodilla. Una vara metálica que hacía crujir las costillas de un guerrero caído en el suelo. En torno a Arturo se sucedían los golpes, mientras éste se abría paso hacia Aron, esquivando como podía puñetazos y patadas y balanceando su cadena para dar latigazos en la espalda a los nazis a su lado. Tras romper el tobillo de un nazi con una patada y dejarlo agonizante en el suelo, la fuerza de su cadena cayó sobre la cara enrojecida del skin y la convirtió en una masa sangrienta.

Aron se dio cuenta de la presencia de Arturo justo para esquivar la patada que en de otra forma le habría roto las costillas. Sus compañeros no tuvieron tanta suerte, y la cadena les golpeó en la cabeza, dejando inconsciente a uno. El heavy gigante, incapaz de tenerse en pie, se derrumbó hacia atrás y quedó apoyado en el coche, mientras Aron lanzaba el primer golpe de su bate claveteado. Arturo a duras penas esquivó el ataque que le provocó una herida en el brazo. Los clavos, ahora teñidos de sangre, que adornaba el bate de Aron trazaron otro círculo cuando el nazi volvió a atacar al heavy.

— ¡Guarro hijo de puta!— gritó la boca ensangrentada de Aron al saltar sobre Arturo con ambas manos sujetando el bate. El heavy se cubrió como pudo para aguantar el golpe, pero una sombra apareció llevándose a Aron consigo. Un heavy delgado de pelo recogido en una coleta, había robado dos puños americanos de las manos de unos nazis ya inconscientes y estaba arrodillado sobre Aron, destrozándole la cara con ellos. Un golpe certero del nazi de ojos amarillos hizo que este heavy delgado acabara inconsciente en el suelo. Aron maldijo con la nariz rota y un ojo reventado. Se había mordido la lengua y no paraba de salirle sangre de la boca, pero aun así recogió su bate con clavos del suelo y se lo clavó al heavy en las costillas antes de patearle con fuerza la cara.
Este ensañamiento impidió que Aron viera la cadena que se dirigía hacia su espalda y que lo volvió a enviar al suelo. Con toda la furia que le permitían las fuerzas que le quedaban, Arturo envió un puñetazo a la cara del nazi de ojos amarillos y se inclinó sobre Aron, estrangulándole con la cadena. Su ira enloquecida no le dejó ver cómo los pocos heavys que quedaban en pie huían, soltando las armas, y los nazis que todavía podían andar seguían el mismo camino. Arturo siguió estrangulando a Aron, inmerso en el odio ilógico que le tenía. Sus golpes esa noche habían reflejado todo el desprecio que tenía hacia Aron y su gente, que Arturo era incapaz de expresar con palabras. Sus puños, sus patadas y su cadena eran la forma que tenía de decir al mundo que su estilo de vida era superior al de los nazis que plagaban la ciudad, inundándola de pestilencia intransigente que ni él mismo sabía definir.
Un golpe distinto hizo que Arturo relajara los brazos. Una porra de policía apareció por su lado y lo envió al suelo, antes de que unos brazos uniformados lo cogieran de las axilas y lo arrastraran hacia el furgón que le estaba esperando.
En su seminconsciencia, provocada en parte por el golpe y en parte por la ira, vio agacharse a uno de los policías sobre Aron. Le tomó el pulso y dijo lo que el odio de Arturo quería oír, un odio que ahora resultaba incoherente, patético e inmaduro. Un odio que le había llevado a golpear a alguien sin razón alguna salvo la autocomplacencia en sus putrefactos ideales. Su odio estaba esperando oírlo, pero era algo que su conciencia no estaba preparada para escuchar:

— Está muerto.
Montag

jueves, 12 de febrero de 2015

La cacería

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Práctica 7; Acción.

El Sol comenzaba a emerger entre las cercanas cordilleras montañosas, regando todo el valle con su radiante luz clara y límpida. Una ligera bruma emergía de los riachuelos próximos, creando un fantasmagórico espectáculo a través del cual, sombras difusas paseaban tranquilas. Los primeros pájaros ya empezaban a desperezarse, llenando la naturaleza con sus trinos, rompiendo el silencio de la noche. En las alturas un águila se deslizaba, con las alas muy extendidas, oteando el paraje con su aguda vista en la búsqueda incesante de un conejo o un ratón que poder llevarse al pico. Era paz, era tranquilidad, era una calma que no podía durar. Que no debía durar.

Los grandes rebaños de ungulados ya habían despertado. Pacian, con paso tranquilo y las cabezas al suelo, rumiando las briznas de hierba que sus dientes en forma de pala conseguían arrancar. Había varias especies, todas mezcladas, todas juntas conscientes de que su mejor arma contra los depredadores era permanecer unidos. Gallardos caballos salvajes de lustrosas crines. Ligeros ciervos de hermosas cornamentas y patas de alambre. Toros salvajes, robustos y orgullosos, de pelaje tupido para protegerlos de las inclemencias del tiempo. Entre sus grandes pezuñas, los zorrillos correteaban a la búsqueda de roedores. A los ruminantes no les importaba la presencia de los pequeños cánidos. No podían hacerles ningún daño, ni a ellos, ni a sus crías. Si uno se acercaba demasiado a un cervatillo, la madre golpeaba el suelo con sus cascos y eso era suficiente para que el animalillo se alejase.

El ciervo, un macho adulto, experimentado, padre de muchas crias y de imponente cornamenta bien ramificada, alzó la cabeza. Sus grandes orejas se movieron de lado a lado, captando todos los sonidos. Sus grandes ojos marrones otearon con mucha atención el valle. Había sobrevivido varias primaveras, las suficientes como para saber que las primeras horas de la mañana eran las más peligrosas. Era cuando los cazadores empuñaban sus armas y acudían al valle a cazar. Tras un minucioso análisis del entorno, se atrevió nuevamente a agachar la cabeza para masticar unas briznas de hierbas. No había terminado de rumiar su bocado cuando ya estaba alzando nuevamente la testa para otear el entorno.

Algo le llamó la atención. Algo que hizo que todo su cuerpo se pusiese en alerta. Un grupo de conejos que había estado rebuscando comida a los pies de los rumiantes se dispersó de repente entre la maleza para regresar a sus madrigueras. El ciervo olfateó el aire. No le llegó ningún olor raro pero el viento iba en su contra, no podía confiar que no hubiese algo acechando entre los arbustos. Decidió errar en favor de la prudencia y se puso en marcha, alejándose de allí con los ágiles saltos que le caracterizaban. El resto de los rumiantes, al ver la clara señal de alarma en su huída, se disgregaron, corriendo en ordenadas manadas divididas por especies. El ciervo enfiló en dirección al bosque cercano, consciente de que el denso follaje le daría una protección que no obtendría en el valle.

No tuvo que esperar demasiado a escuchar el golpeteo de los pasos contra la tierra. La persecución había empezado. Sólo tenía que esperar que el cazador se decidiese por una presa que no fuese él. En su frenética carrera no tardó en alcanzar las frescas sombras del bosque. Sorteó unos arbustos de un ágil salto y se adentró en un terreno traicionero, lleno de raíces, musgo, helecho y rocas camufladas entre el follaje. Una vez cobijado entre las sombras, se permitió relajarse.

No duró mucho. Los helechos susurraron cuando el cazador los atravesó y el ciervo volvió a ponerse en marcha. Galopó tan rápido como la vegetación le permitía. Las raíces traicioneras emergía de la tierra, pero aquel era su mundo y lo conocía bien. Las sorteó con ágiles quiebros y buscó las zonas donde el terreno era más estable. El cazador lo siguió, demostrando una resistencia extraordinaria. Pronto quedó patente que aquella no sería una cacería al uso.

El ciervo corrió bajo las sombras, sus ojos pendientes del terreno que pisaba, de los obstáculos que lo rodeaban. A sus espaldas, el cazador siguió a la zaga. El ciervo lo guió bosque adentro, por una zona donde el follaje era más denso. Se adentró en un campo de helehos que esperaba que lo ralentizase. Sus ágiles patas le permitieron sortearlo con amplios saltos. Al mirar hacia atrás vio la confusa silueta del cazador, bordeando los arbustos y buscando un terreno más llano. Eso le hizo hacer un quiebro a la derecha en un intento por despistarlo. En cuanto emergió de entre las plantas, alcanzó un sendero estrecho y rompió a todo correr. El corazón le latía con fuerza, bombeando sangre a su cuerpo en tensión.

De un rápido salto, pudo esquivar una maraña de raíces. Fue entonces cuando escuchó el silbido. Una saeta pasó volando a pocos metros de él y se clavó, vibrando, en el tronco de un árbol. El ciervo hizo un quiebro a la izquierda. Una de sus patas pisó un parche de musgo y le hizo perder el equilibrio. Pudo recuperarse pero el cazador ya le había ganado terreno. Asustado, bramó y arrancó a correr de nuevo, adentrándose aún más entre la vegetación, alejándose del sendero de tierra. Sus patas lo llevaron colina arriba, a un lugar donde las ramas eran tan espesas que apenas dejaban cruzar la luz del Sol. El silencio se había hecho patente en el bosque. Todo parecía estar a la espera de ver el desenlace.

Una maraña de raíces de interpuso en su camino. Eso no lo frenó, pero sí ralentizó su marcha. Zigzaggeó entre los troncos, poniendo cuidado en donde pisaba. Los pasos del cazador lo seguían con mucha más agilidad que la suya entre las traicioneras raíces. Un nuevo proyectil voló hacia él pero el ciervo lo esquivó por los pelos, haciendo un quiebro alrededor de un gran tronco. Un segundo proyectil voló, pasando muy cerca de su garganta. Alzó la cabeza y pegó un frenazo, usando la inercia para girar de nuevo en la dirección contraria. Volvió a apretar el paso.


Su carrera lo llevo directamente a una zona pantanosa y oscura, de aguas poco profundas y salpicada de parches de tierra. La niebla allí era más persistente que en el valle, algo que quiso aprovechar el ciervo. Al llegar al borde pego un brinco, pero no llegó a alcanzar el islote. Sus patas se sumergieron en el agua con un sonoro chapoteo y los finos cascos se hundieron en el barro. Supo, al momento, que estaba en problemas. Desesperado, empezó a vadear el pantano, tratando de emerger del viscoso limo a saltos, pero cada vez que volvía a caer se hundía más en él. Por el rabillo del ojo vio la silueta del cazador, parado junto al pantano, con el arco preparado.

El cazador, una mujer, encajó una flecha y tiró de la cuerda hacia atrás. El ciervo bramó y sus movimientos se volvieron aún más desesperados. Brincó, coceó, chapoteó con fuerza en el agua. Sus ojos fijos en la seguridad de la tierra firme a pocos metros. El cazador aguardó a tener una buena linea de tiro. Los cascos del animal tocaron finalmente la tierra, la esperanza de sobrevivir. Echando fuerzas de su miedo, de su naturaleza superviviente, se impulsó con las patas traseras. Salió del agua. Saltó, buscando la cobertura de la vegetación.

La cazadora soltó la cuerda. La flecha voló por el aire con un silbido. Su punta, de hierro, atravesó su costado y fue a clavarse directamente en su corazón. El orgulloso animal estaba muerto antes incluso de desplomarse sobre el suelo. Su espíritu, su esencia inmortal, volvió a fundirse con la tierra que le vio nacer.
DNH

Juegos Letales

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Práctica 7; Acción.
Un paso. ¡Sangre! Otro paso. ¡Más sangre! Queda poco tiempo. En menos de 5 minutos mi vida acabará, y tengo que hacer algo, Rosa está aún en peligro.  Bajo las escaleras rápidamente hasta el teléfono, y marco el número. De los nervios pulso mal los números, ¡mierda! No es hora de ser torpe, haz algo con tu vida de una vez por todas.
Cada movimiento que hacía sentía el veneno más cerca de la sien. Sentía cómo atravesaba la barrera hematoencefálica. Era terrible.
Al tercer tono descolgaron el teléfono. – ¿Diga? – Su voz fue como maná en el desierto.
–Rosa, soy Jacinto.
– ¡Jacinto!, esperaba que me llamaras, veras…
– ¡No hay tiempo que perder! – La interrumpí. – Es de vital importancia que escuches…  – Ya casi no podía articular palabras. – Hay algo que tengo que decirte…
–Jacinto, ¿estás bien?, ¿pasa algo?, me estas preocupando.
–Mi flor, me voy, pero esta vez para siempre. He aceptado el cargo de investigación en Alemania (cof) – Otra buena cantidad de sangre. – Y no volveré. Tenías toda la razón, me importa más mi trabajo que las personas. – Pude sentir las lágrimas a través del aparato.
–Entonces, ¿no había nada?
–Nada en absoluto, puedes tirar todos mis regalos. – Esto me iba a doler más que el veneno.   –Hasta aquella estúpida flor.
En ese momento el teléfono se cortó. Pude adivinar casi a la perfección sus pasos: irá a la habitación y entre lágrima tirará la rosa liofilizada. ¡Salvada!
Tenía ya apenas consciencia del cuerpo, debía bajar al laboratorio, no pueden encontrar mi cuerpo. Abrí corriendo la puerta secreta, pero escuché lo último que quería escuchar en aquel momento. Alguien llamó a la puerta.
–Jacinto Peruviano, somos la policía. Por favor, abra la puerta, sabemos que está ahí dentro. No oponga resistencia, será peor.
No me podía poner nervioso, o el veneno ganaría. Abrí la doble compuerta del suelo, bajé las escaleras y, antes de que mi último suspiro llegase a ser el único eco de aquella sala, cerré la puerta.
Caí. Solo podía escuchar. “¡Vamos, vamos, vamos!” o “no puede haberse ido cerca” era lo poco que escuchaba. Cerré los párpados y pensé. Había dado mi vida por y para un maldito veneno, con lo bien que empezó todo. Salud, inmortalidad,… ahora carecía de sentido. Me había topado justo con lo contrario de lo que quería obtener.
De pronto me sentí mucho mejor, como flotando. Abrí los ojos, y vi todo igual, quizás más claro. Estaba en el suelo, había muerto. Ahora podía afirmar que la muerte está muy cerca de nosotros, ¿habría más difuntos por el mundo? ¿O es simplemente un paso breve sobre la tierra? Se me pasaron todas estas cosas por la cabeza pero había algo más importante, Rosa.
Fui todo lo rápido que pude. ¡Increíble!, aún no había colgado el teléfono. Habría algún tipo de desfase temporal. Ahí estaba, tan bella como el primer día de laboratorio. Subió los escalones, ¡tal y como yo decía! Abrió el arcón donde guardaba la rosa y… ¡Sí! ¡La tiró! Nunca me he alegrado tanto de conocer la reacción de la gente.
A salvo ya del veneno, que deposité en la rosa pensando que era el ansiado “elixir de la eterna juventud” que buscaba, ya no había peligro. Tampoco la buscaría la guardia secreta, lo único que sabe de mí es que he desaparecido. No soporto verla triste, pero menos muerta. Sentía que me desvanecía de nuevo, ¿habría cumplido con mis asuntos en la tierra?

Me iba, y la puerta entre el más allá y la Tierra se cerraba, pero de pronto pasó algo que no esperaba. Rosa cogió la estúpida flor de la basura y, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, inhaló su perfume. Sentí como si volviese a estar vivo. Todo se rodeó de oscuridad. Mi corazón volvió a latir solo para pararse de nuevo. Rosa, pronto te veré de nuevo, y hasta ahora nunca me había disgustado tanto pensar en verte.
Aitor