domingo, 15 de febrero de 2015
Ultraviolencia maña
Práctica 7; Acción.
Esa calle zaragozana, en la que tan sólo el cierzo rompía el silencio con ráfagas ululantes, empezó a vibrar. Los pasos de unas veinte personas surgieron de una esquina, y se detuvieron al final de la calle, mirando hacia el corredor que les esperaba frente a ellos. Eran todos hombres, con el pelo rapado al cero y afeitado, dejando sus cabezas relucientes bajo el amarillento haz de las farolas noctámbulas. Sus chaquetas, unas de cuero negro y otras rojizas y abombadas contrastaban con los pantalones militares y las botas marrones y negras que habían atronado hasta hacía un instante la calle. En las manos relucían puños americanos, bates y alguna que otra tubería.
Esa calle zaragozana, en la que tan sólo el cierzo rompía el silencio con ráfagas ululantes, empezó a vibrar. Los pasos de unas veinte personas surgieron de una esquina, y se detuvieron al final de la calle, mirando hacia el corredor que les esperaba frente a ellos. Eran todos hombres, con el pelo rapado al cero y afeitado, dejando sus cabezas relucientes bajo el amarillento haz de las farolas noctámbulas. Sus chaquetas, unas de cuero negro y otras rojizas y abombadas contrastaban con los pantalones militares y las botas marrones y negras que habían atronado hasta hacía un instante la calle. En las manos relucían puños americanos, bates y alguna que otra tubería.
Otro rugido
retumbó en el extremo más alejado de los skins, dando paso a un grupo de otra veintena
de personas, que también acabaron paradas, mirando hacia los primeros. Éstos
últimos llevaban el pelo largo y lacio, algunos recogidos en coletas, y otros
en trenzas. Llevaban chaquetas de cuero adornadas con pinchos y alguna cadena,
que también colgaba de los bolsillos de sus pantalones pitillos ajustados.
Otros llevaban, como los skins, pantalones militares anchos, compartiendo
uniforme con quienes el destino ya había enfrentado. Los heavys blandían
cadenas de hierro, bates y varas de madera, que agarraban con fuerza
protegidos, los más afortunados, por unos guantes negros de motorista, de estos
que dejan congelarse los dedos en el invierno que ahora ya quedaba muy atrás.
No hizo falta
hablar, ya estaba decidido lo que iba a pasar esa noche. Tras una eterna mirada
silenciosa que pareció un segundo, el primer heavy, Arturo, alzando la cadena
sobre su cabeza, inició la marcha.
— ¡Putos
nazis!— se oyó gritar a sus espaldas mientras ese pequeño ejército improvisado
emprendía una carrera violenta ocupando la calle.
— ¡Guarros de
mierda!— les respondió una voz en el otro grupo, que también había empezado a
correr sujetando con fuerza las armas teñidas de odio que habían llevado a ese
lugar sagrado. Un lugar sagrado, bendecido en el silencio de Zaragoza, que no
tardaría en ser profanado por un reguero de sangre.
El primer
golpe se lo llevó un nazi en la mandíbula. La cadena del heavy que había
iniciado el ataque le acertó en la cara, tumbándolo y haciendo que soltara el
bate con clavos que sujetaba con ambas manos. Con un “hijo de puta” Aron volvió
a levantarse, buscando a tientas el bate por el suelo. Mientras tanto, Arturo
utilizó la inercia de la cadena para recogerla justo antes de esquivar un
puñetazo metálico que buscaba su
estómago. A su alrededor empezaba el baile mortal en el que cabezas
rapadas golpeaban frentes cubiertas por melenas, y los bates rompían los
primeros huesos.
Con un brusco
movimiento, un heavy enorme, cuyo flequillo ocultaba su rostro, alzó en el aire
a un nazi cogiéndolo del cuello y lo sacudió antes de lanzarlo contra un coche.
Esto no tardó en llamar la atención de Aron y los suyos, que utilizaron las
barras metálicas para romperle una rodilla a ese gigante. Cuando el heavy se
inclinó, un nazi de ojos amarillos y nariz afilada le soltó una patada en la
boca que hizo volar algunos dientes contra el asfalto.
— ¡Hijos de
puta!— espetó Arturo al ver la paliza que le empezaban a meter seis brazos y
piernas al gigante. Se zafó del golpe de una tubería oxidada que iba hacia su
cabeza, y al esquivarla, enredó la cadena en la pierna del nazi y lo tumbó
contra el suelo, haciendo que se golpeara la cabeza. Una fuerte patada en los
riñones con sus botas de refuerzo metálico inmovilizaron completamente al nazi
derribado, y Arturo se apresuró a alcanzar a Aron y los otros dos nazis que
tenían agarrado al heavy mientras la destrozaban el vientre a puñetazos.
La calle
estaba cubriéndose de golpes y alaridos, que hicieron asomarse a algunos
vecinos, cuyo terror se había aliado con la curiosidad al mantenerlos
paralizados, contemplando el grotesco teatro como habían hecho sus antepasados
romanos en los espectáculos de gladiadores. Esas personas sin rostro ni coraje
eran meros espectadores de una función protagonizada por otro tipo de gladiadores,
esclavos de su propia ideología y su carácter violento.
Un golpe de un
bate que rompía un hombro. Una cadena que destrozaba una rodilla. Una vara
metálica que hacía crujir las costillas de un guerrero caído en el suelo. En
torno a Arturo se sucedían los golpes, mientras éste se abría paso hacia Aron,
esquivando como podía puñetazos y patadas y balanceando su cadena para dar
latigazos en la espalda a los nazis a su lado. Tras romper el tobillo de un
nazi con una patada y dejarlo agonizante en el suelo, la fuerza de su cadena
cayó sobre la cara enrojecida del skin y la convirtió en una masa sangrienta.
Aron se dio
cuenta de la presencia de Arturo justo para esquivar la patada que en de otra
forma le habría roto las costillas. Sus compañeros no tuvieron tanta suerte, y
la cadena les golpeó en la cabeza, dejando inconsciente a uno. El heavy
gigante, incapaz de tenerse en pie, se derrumbó hacia atrás y quedó apoyado en
el coche, mientras Aron lanzaba el primer golpe de su bate claveteado. Arturo a
duras penas esquivó el ataque que le provocó una herida en el brazo. Los
clavos, ahora teñidos de sangre, que adornaba el bate de Aron trazaron otro
círculo cuando el nazi volvió a atacar al heavy.
— ¡Guarro hijo
de puta!— gritó la boca ensangrentada de Aron al saltar sobre Arturo con ambas
manos sujetando el bate. El heavy se cubrió como pudo para aguantar el golpe,
pero una sombra apareció llevándose a Aron consigo. Un heavy delgado de pelo
recogido en una coleta, había robado dos puños americanos de las manos de unos
nazis ya inconscientes y estaba arrodillado sobre Aron, destrozándole la cara
con ellos. Un golpe certero del nazi de ojos amarillos hizo que este heavy
delgado acabara inconsciente en el suelo. Aron maldijo con la nariz rota y un
ojo reventado. Se había mordido la lengua y no paraba de salirle sangre de la
boca, pero aun así recogió su bate con clavos del suelo y se lo clavó al heavy
en las costillas antes de patearle con fuerza la cara.
Este
ensañamiento impidió que Aron viera la cadena que se dirigía hacia su espalda y
que lo volvió a enviar al suelo. Con toda la furia que le permitían las fuerzas
que le quedaban, Arturo envió un puñetazo a la cara del nazi de ojos amarillos
y se inclinó sobre Aron, estrangulándole con la cadena. Su ira enloquecida no
le dejó ver cómo los pocos heavys que quedaban en pie huían, soltando las
armas, y los nazis que todavía podían andar seguían el mismo camino. Arturo
siguió estrangulando a Aron, inmerso en el odio ilógico que le tenía. Sus
golpes esa noche habían reflejado todo el desprecio que tenía hacia Aron y su
gente, que Arturo era incapaz de expresar con palabras. Sus puños, sus patadas
y su cadena eran la forma que tenía de decir al mundo que su estilo de vida era
superior al de los nazis que plagaban la ciudad, inundándola de pestilencia
intransigente que ni él mismo sabía definir.
Un golpe distinto hizo que Arturo
relajara los brazos. Una porra de policía apareció por su lado y lo envió al
suelo, antes de que unos brazos uniformados lo cogieran de las axilas y lo
arrastraran hacia el furgón que le estaba esperando.
En su seminconsciencia,
provocada en parte por el golpe y en parte por la ira, vio agacharse a uno de
los policías sobre Aron. Le tomó el pulso y dijo lo que el odio de Arturo
quería oír, un odio que ahora resultaba incoherente, patético e inmaduro. Un
odio que le había llevado a golpear a alguien sin razón alguna salvo la
autocomplacencia en sus putrefactos ideales. Su odio estaba esperando oírlo,
pero era algo que su conciencia no estaba preparada para escuchar:
— Está muerto.
Montag
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El estilo narrativo es muy bueno, así como el ritmo. Me hubiera gustado que el relato conformara una historia y no una escena.
ResponderEliminarPues a mi, en cambio, me parece perfecto como está, consigues transmitir la brutalidad del momento, la gente destrozándose, el daño y la locura de la violencia, sin perder el tiempo con una trama que en este ejercicio no se buscaba. Y lo haces, además, con una escena complicada de narrar por la enorme cantidad de personajes y de cosas ocurriendo al mismo tiempo. Esto ocasionalmente ralentiza un poco la narrativa, pero en seguida recupera ritmo y violencia, transmitiendo una viruliencia tan ciega y sin sentido como los motivos que llevan a un enfrentamiento como ese. Muy bueno.
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