lunes, 16 de marzo de 2015

El Periódico Enrollado

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Práctica 8; Humor.

No estaba teniendo la noche más interesante. Debido a un fiasco dias atrás con otro agente del cuerpo, mi Alpha me había castigado con hacer ronda de noche por una de las calles más tranquilas, tediosas y aburridas de toda la ciudad. Caminé por la acera mirando a un lado y a otro con el máximo interés que me evocaba aquel lugar. Gente sentada en las terrazas de los bares, disfrutando del frescor de la noche veraniega. Grupos de adolescentes comiendo pipas en los bancos y haciendo pavadas típicas de su edad. Familias con perros. Niños gritando en los parques próximos. Nada inusual. Nada de lo que no pudiese ocuparse un simple agente de la policía. Desde luego este no era trabajo para alguien de mi categoría.

En realidad tampoco había sido culpa mía, aunque mi Alpha no lo viese así. Las órdenes se habían cruzado en la cúpula, y los dos agentes nos habíamos encontrado de sopetón en el lugar donde teníamos que capturar al mago renegado. Eso nos había llevado a una situación bastante tensa en la cual ninguno de los dos teníamos claro si estábamos lidiando con un aliado o un enemigo. Tratar con magos renegados era peligroso incluso para agentes como nosotros. Cuando, finalmente, llegamos a la conclusión de que todo había sido un lamentable error, nuestro objetivo había conseguido escapar. Nuestras voces lo habían puesto sobre aviso.

Lo capturaron poco después, pero mi Alpha estaba molesto y me culpó a mí por perder al objetivo. He de decir que tampoco fui de lo más cortés. No llevo bien cuando me contradicen y mi lengua corre más que mi cerebro. Quizás mis vehementes protestas también fomentaron que mi Alpha optase por rebajarme a un mero patrullacalles en vez de admitir que la confusión había venido de arriba. Para muchos un destino relajado como este habría sido unas merecidas vacaciones. Para mí era un horror. Ansiaba la acción, estar en el centro del conflicto. Soy Malinois, un guerrero nato, no una mera mascota.

Perezosamente, volví a pasear la mirada alrededor de la gente que poblaba por las calles. Qué pueblo tan tranquilo, tan idílico, tan absolutamente aburrido. Unos crios pasaron corriendo delante de mí y por poco chocan con mis piernas. Me detuve y los dejé pasar. Ellos siguieron sus correrías sin tan siquiera percatarse de mi presencia. Sacudí la cabeza. Ajenos a todo, pensé. Este barrio adormecía los instintos de supervivencia. Sin acción, sin peligros, los enanos se dormían. Si algún día aparecía un peligro real serian los primeros en sucumbir. Bueno, eso era evolución.

El sonido de pasos acelerados hizo que me volviese rápidamente. Un hombre, llevando un bolso en una mano que parecia demasiado femenino como para ser suyo, corria en mi dirección. Detrás suya un segundo hombre, alto, gallardo, vestido con el uniforme azul oscuro de la policía nacional. Al llegar el caco a mi altura me hice a un lado y le dejé pasar. No era asunto mío. Mi trabajo era ocuparme de otros elementos, no de meros chorizos y carteristas de barrio pijo. El policía, sin embargo, me miró con expresión divertida y el breve resplandor verdoso en sus pupilas me llamó la atención.

“¿Demasiado poco emocionante para ti, Fede?” me gritó al pasar a mi lado.

Miré a mi alrededor y me extrañó no ver a nadie detrás del policía. A aquellas alturas debería tener un vigilante pegado a él día y noche. Eché a correr tras él. Mis fuertes piernas no tardaron en darle alcance.

“Buenas noches, Martín.” le dije.

El caco echó brevemente la mirada hacia atrás. Tenía el rostro congestionado por el cansancio y chorretones de sudor corrían por su frente. El hombre abrió los párpados como platos, soltó un desesperado alarido y apretó el paso tanto como se lo permitieron los músculos.

“Buenas noches, Fede. ¿Paseando?” dijo el policía.

“He cabreado a un jefe.” me encogí de hombros.

Martín rió con ganas y sacudió un poco la cabeza.

“Un día de estos te mandarán a Oriente Medio.”

“Me harían un favor. Lamentablemente creo que terminaré dirigiendo el tráfico en Villaburra de Abajo.” hice un gesto con la cabeza hacia el caco. “¿Necesitas ayuda?”

“Normalmente te diría que no, pero hoy tengo una presión aquí que me está haciendo polvo.” se señaló el pecho.

Fruncí el ceño un poco preocupado. Estaba más avanzado de lo que pensaba y su vigilante sin dar señales de vida.

“¿Estás bien?”

“No te preocupes. He ido al médico. Mi corazón está fuerte como un toro. Está relacionado con el estrés.” hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

El caco se agarró a una farola para aprovechar la inercia en un cerrado giro y se adentró a todo correr por un laberinto de callejuelas desiertas. El casco urbano era un coñazo si no lo conocías, pero en los últimos días había tenido tiempo de aprendérmelo de arriba a abajo. Martín imitó al hombre y yo, agachándose y usando mis manos para apoyarme, lo seguí. El caco empezó a hacer agudos quiebros entre las esquinas tratando de despistarnos entre callejuelas y callejones. Nosotros le mantuvimos el ritmo sin problema. De hecho, apenas me estaba esforzando y podía ver que mi amigo estaba tan fresco como una lechuga. El chorizo no podía decir lo mismo.

“¿Te has cansado ya?” le pregunté a Martín.

“Yo no, pero si no acabamos con esta persecución, creo que le dará algo.” se llevó una mano al pecho. “O me lo dará a mí.”

“¿Tú o yo?”

El caco nos llevó por otra callejuela.

“¿Estás muy aburrido?”

Me encogí de hombros. “Un chorizo común no es lo que yo llamo diversión, pero me serviría para acabar con el tedio de estos últimos días.”

Martín sonrió y me hizo un gesto con la cabeza. No necesité nada más. Con mis labios curvándose en una mueca, tensé los músculos y apreté el paso. En cuestión de segunos estaba pisándole los talones al caco. El hombre se volvió, me vio llegar. Quizás vio el brillo mortecino de mis ojos porque de golpe palideció, tiró el bolso y entró en rapto. Gritando, trató de escapar encaramándose a un coche para saltar al otro lado. La chapa se abolló bajo su peso. Yo salté sobre él, lo agarré de la cintura y lo arrastré conmigo al duro suelo de asfalto. Una vez allí, el hombre se debatió, arañándome furioso en la piel de los brazos y del rostro. Aguanté estoico mientras trataba de voltearlo para poner sus manos a la espalda. Dolía, pero no tanto.

“¡ALTO!” Martín nos alcanzó en ese momento y desenfundó su revolver reglamentario para apuntar al hombre.

Este estaba más allá de toda cognición. Se sacudió. Se revolvió. Me mordió los dedos. Gritó y pataleó hasta que el cansancio pudo con él y entró en indefensión. Cuando dejó de sacudirse como un poseso, mi amigo volvió a enfundarse el revolver, desenganchó los grilletes de su cinturón y se acercó a nosotros.

“Es la tercera vez que te cojo sólo este mes.” dijo, mientras le echaba las manos a la espalda para ponerle los grilletes.

“¡De alguna manera tengo que ganarme el pan!” protestó el caco, que parecia estar recuperando poco a poco su cognición.

Yo crucé los brazos y le dediqué una mirada incrédula. Me dieron ganas de pedirle el curriculum para mandarlo a Telepizza, pero pude entender que prefiriese ser él quién robaba a que le robasen a él. Una cosa era ser honrado y otra estúpido.

“Hay muchas maneras de ganarse el pan sin tener que recurrir a la delincuencia.” dijo Martín con aquella severidad paternal que lo caracterizaba cuando se ponía serio.

De repente, mi amigo soltó un quedo gemido y se llevó la mano al pecho. Rápidamente, me volví hacia él. El caco, ajeno a todo, prosiguió con sus protestas. Tenía las manos encadenadas a la espalda pero no parecia haberse dado cuenta de que el policía ya no estaba encima de él, sino arrodillado en el suelo, con una mano al pecho, otra apoyada sobre el asfalto y una expresión de dolor en su mirada.

“Martín...” fui hacia él y me dejé caer a su lado. “Respira hondo.” le dije con urgencia, mis ojos volviéndose brevemente hacia el caco.

Si Martín me oyó, no me hizo ni caso. Una nueva sacudida le hizo inclinarse hacia delante y apretar la mandíbula en un inútil intento por reprimir un gemido. Un gemido que no sonó humano y que llamó la atención del ladrón. El hombre, que no había dejado de protestar en todo aquel rato, se volvió a tiempo de fijarse en lo que le estaba pasando al agente de policía. Por un momento frunció el ceño, extrañado y, de repente, abrió la boca en un mudo grito y sus párpados se agrandaron tanto que parecia que se le iban a salir los ojos de las cuencas. No era para menos.

El cuerpo de mi amigo empezó a crecer y ensancharse. La ropa se rasgó con un seco sonido a roto y jirones de tela cayeron al suelo. Ante los ojos estupefactos de Martín, sus manos empezaron a cambiar. Se transformaron en unos extraños apéndices, a medio camino entre la mano humana y funcional y la pata de un cánido, con sus correspondientes y ásperas almohadillas negras. Donde estaban sus uñas aparecieron unas poderosas garras capaces de rasgar la carne sin problemas. Al contrario de lo que mucha gente se piensa las patas traseras de los perros no van al revés. Su estructura ósea esta asentada sobre las mismas bases que las humanas, con la diferencia de que mientras los monos apoyan toda la planta, el cánido sólo apoya los dedos. Pues eso mismo le pasó a Martín. A la vez que su fémur se acortaba, su pie se alargó. De la base de su espalda creció una cola que no tardó en cubrirse de un espeso pelaje blanco y marrón. Su rostro dejó de ser humano, y creo que fue en ese momento cuando el caco dio un alarido y, tambaleándose, con las manos aún a la espalda, echó ya correr y desapareció en la noche. No era para menos, las fauces que habían ocupado el lugar de la cara de mi amigo, con sus colmillos y todo, era una visión realmente imponente.

Cuando el dolor terminó, Martín se miró rápidamente las manos, ahora convertidas en garras. Un agónico gemido escapó de sus labios negros y echó un apresurado vistazo a su cuerpo, totalmente cubierto de un tupido pelaje de doble capa blanco y marrón. El cuerpo de un husky siberiano. Asustado, Martín me apartó a un lado de un empellón que consiguió tirarme al suelo y corrió a esconderse detrás de unos contenedores de basura que había en un fondo de saco próximo.

“Martín, escúchame. Esto tiene una explicación.” dije, echando a correr tras él cuando conseguí incorporarme.

No me hube acercado ni a tres metros de él cuando un ronco y desesperado gruñido me hizo detenerme. No era tan tonto como para desoír una advertencia tan evidente. Martin no podía hacer nada contra mí pero pelearme con él hasta someterlo no me parecia la mejor manera de ayudarlo. ¡Joder! ¡Este era trabajo para vigilantes, no para un operativo como yo!

“Martín. Déjame que me acerque. Te lo explicaré todo y lo entenderás.”

Un gruñido. O un gemido. O quizás un ronroneo. Creo que ni él tenía claro qué era lo que quería hacer.

Agobiado, me apoyé sobre la pared y resoplé. Consideré por un momento cambiar yo también. Quizás eso le daría al menos el golpe de confianza necesario para salir de ahí, o quizás terminaría de asustarlo del todo. ¡Maldita sea! Quizás debería haber dicho algo cuando empecé a ver síntomas, pero lo más probable era que no me hubiese creído. Confiaba en que un vigilante, los encargados de ayudar a los novatos que aún no han atravesado su primer cambio, se hubiese encargado ya de esto, pero aparentemente no había sido así. Tampoco parecía haber ninguno en las cercanías.

“¡Serán gilipollas!” protesté en voz alta. “¡Mira que les avisé hace tiempo! Que estoy apreciando síntomas. Que le brillan los ojos en la penumbra. Que le he visto colmillos. ¡Pero noooo! ¡Qué va a saber un operativo! ¡Como si yo nunca hubiese pasado por esto!”

“Se te ha escapado el perro, ¿eh?” una voz a mi lado me hizo girar la cabeza a tiempo de ver a un señor mayor, encorvado y con una pequeña bestia escandalosa que no dejaba de ladrar.

“¿Cómo dice?” no supe ni qué decir. Había estado tan enfrascado en cómo solucionar esta situación que ni me di cuenta de su presencia hasta que lo tuve al lado.

“Esto tiene fácil solución. Coges un periódico y le das en el hocico hasta que se someta. Estos bichos nos tienen que respetar, que si no se nos suben a la chepa.” dijo el anciano.

La imagen mental de pegarle a Martín en el hocico con un periódico enrollado cruzó de repente mi cabeza y me hizo enarcar las cejas.

“Gra... gracias...” dije, demasiado aturdido como para responder con claridad.

El anciano asintió, satisfecho con su buena obra del día, y prosiguió su paseo con su pequeña bola de pelo y estrés. Yo miré de nuevo hacia los contenedores. Ya no veía la silueta sombría del hombre perro pero sí escuché un gemido amortiguado, débil. Un gemido humano. Inhalé una larga bocanada de aire y, haciendo acopio de valor, fui hasta donde Martin estaba escondido. Mi amigo estaba desnudo, con algunos jirones de ropa aún colgando de su cuerpo, y se miraba las manos con expresión aturdida y algo asustada, como si no entendiese nada. Seguramente no entendía nada.

“Fede...” levantó la mirada hacia mí. “Tú lo has visto. Tú has visto lo mismo que yo. No me estoy volviendo loco.”

Me arrodillé en el suelo y puse una mano sobre su hombro. Una sonrisa calmada y calculada apareció en mis labios. A través de ellos Martín pudo ver mis dientes y los cuatro poderosos colmillos. Abrió la boca en una exclamación de sorpresa y sus ojos azules volaron hacia los míos.

“Creo que tenemos que tener una charla.” dije tratando de sonar todo lo tranquilizador que podía. “Es eso o lo del periódico enrollado, y eso me parece una idea terrible.”

Martín se rió y yo solté un largo suspiro y me relajé. Lo había conseguido. Había roto el hielo. Ahora podía empezar a explicarle con calma lo que le esperaba como hombre perro. No era un vigilante pero después de diez años cambiando cada Luna llena creo que sabía lo suficiente como para prepararle. Al menos mientras los burócratas incompetentes de la cúpula movían su trasero para enviarle, de una pajotera vez, al vigilante que le correspondía.

DNH

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