martes, 17 de marzo de 2015
Práctica 8
Práctica 8; Humor.
“¿Qué tal tú primer año de universidad?” me preguntaba mi
entrañable abuelita en una de mis visitas, “ahí abuela, sí tú supieras…” pensé
para mí misma. El recuerdo del año era sofocante, habían ocurrido tantas cosas
que no sabría ni cuál contarle.
¿Cuándo acabe metiéndome en una carrera con
intención de solicitar el cambio al año siguiente, pero terminé quedándome
gustosa con ella hasta ahora? Muchos dudan que me cautivara mi elección
inicial, aún cuando les aseguro que el rechazo del cambio de estudios me fue
irrelevante para mi permanencia en dicha especialidad. Es cierto que sí, habría
preferido otra cosa pero… Estoy bien donde estoy, como cuando yo quería un
perro de pequeña y me acabaron regalando un conejo, sustituyendo a mi fallecida
tortuga, que de tanto tirarse a la piscina tendría cloro para matar a ocho más
como ella. Siempre hay que mirar el lado bueno, mi siguiente mascota no intentaba
suicidarse.
No, aquello era un tema demasiado enmarañado,
pensé entonces en el primer día que pisé Somosaguas. Fruto del infortunio tuve
un error en mi cuenta que imposibilitó mi matricula online, así que terminé
yendo al campus para dicho trámite. Aunque no lo parezca en el inicio,
realmente no tengo un mal recuerdo de aquello. En primer lugar, fui el último
día de matriculación, tuve suerte de enterarme al fin y al cabo. Pero también
se debió a mis desesperanzadoras expectativas, teniendo en cuenta que contaba
con un tiempo limitado para matricularme y un tiempo ilimitado para perderme,
que con mi escaso sentido de la orientación, era francamente fácil. Tan solo
tarde diez minutos en dar con el autobús que me dejaría en la universidad y aún
más sorprendente es que me bajé en la facultad que me correspondía.
Sinceramente, nada después de
aquel logró podría deprimirme, ni si quiera la cuesta infernal que subí hasta
la parada que me regresara a Moncloa. Las piernas me temblaban del esfuerzo, el
calor era insoportable y todo ello se intensificado por la falta de sueño y la
resaca… Me explicaré, yo, esperando en el lugar donde me bajé, veía pasar los
autobuses uno detrás de otro a rebosar de gente, y pregunté a unos estudiantes
que había conmigo si había otra parada, ellos respondieron que arriba. Yo,
inocente de mi, rodeé la universidad por fuera hasta alcanzar la facultad de
Psicología, donde apareció un autobús. Más tarde descubrí lo mucho que tardé en
llegar, rodeando el campus, cuando simplemente debía atravesarse.
Podría hablarle de muchas cosas,
pero había anécdotas que nunca le contaría, como mi primer día de universidad.
Mi desastroso primer día al que sucedieron una serie de infortunios y absurdos
ininterrumpidos. Era el día de presentación cuando me presenté, un poco
retrasada, en secretaría, preguntando a donde debía ir. Ellos me enviaron a una
sala de juntas donde aproximadamente cinco adultos exponían en qué consistirían
los grados. Podría haberlo notado en aquel momento, pero estaba demasiado cansada
para darme cuenta… Tras dos horas de charla dinámica, acabamos la reunión e
indicaron a los profesores que debían seguir los alumnos dependiendo de sus
estudios. Muy a mi pesar, en ningún momento se habló de mi grado, así que
pregunté a uno de los maestros. “¿Sociología? Esto es de políticas y relaciones
internacionales señorita”, me había equivocado de aula, era todo estupendo. Y,
¿qué me dijo la secretaría?, que estarían dando vueltas por la universidad, que
me fuera a buscarles, haber si les encontraba…
Así que había asistido a una aburrida presentación de otras carreras,
había perdido a mis compañeros antes si quiera de encontrarles, y me había ido
a casa maldiciendo por lo bajo y asegurándome de llegar puntual a los sitios.
A la mañana siguiente llegué en
hora punta, deseando empezar las clases, aun que un poco pesimista, teniendo en
cuenta los desastrosos acontecimientos del día anterior. Me indicaron el tablón
de la entrada, donde se informaba de las aulas que correspondían a cada grupo.
Recuerdo haber estado minutos y minutos observando aquel papel, hasta estar
segura de saber a dónde debía dirigirme. Con los nervios no había tenido tiempo
de pensar como debía actuar en la estancia. Mis amigas me repetían una y otra
vez que parecía una niña, que era alucinante que fuera a ir a la universidad.
Yo sabía que tenían razón, mi aspecto físico era infantil, parecía tener un año
menos del que tenía y eso era significativo en el lugar. También mi carácter
despistado y despreocupado desencajaba con la imagen que tenía de la
institución.
Al pensar en ello me entraron aún
más nervios y me perdí unos minutos en el pasillo hasta dar con la que yo
estaba segura de que sería mi clase. Y entré, llevaba diez minutos de retraso,
era un espació pequeño donde aproximadamente veinte ojos me observaban
expectantes. Parecían muy mayores, pero tras haber interrumpido la lección, en
lo único que podía pensar era en sentarme en el lugar más lejano e intentar
pasar desapercibida. Y lo hice, me senté al lado de una chica bastante alejada
de la pizarra y comencé a tomar apuntes. “Libro de … , como ya sabréis…, esto
es interesante…”. ¿Dónde me había metido? Nunca antes había estado escuchando
atentamente sin entender absolutamente nada. ¿De qué hablaba? No parecía que
tuviera que ver con el nombre de mi asignatura… ¡Me había equivocado de clase!
–
Perdona esto… Psicología social no es ¿no?- le
pregunté temblorosa a mi compañera de asiento
–
No, es… – “¿Cuál era el nombre? Lo único que sé
con certeza es que no era Psicología social”- de tercero- ¡De tercero! Claro
por eso parecían tan mayores
Tenía que levantarme y marcharme
de allí pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo, al fin y al cabo, en el
instituto no me habían preparado para aquello. Decidí levantarme y caminar
hacia la puerta lo más sigilosamente que pude, pero la profesora había dejado
de hablar y me estaba mirando, esperando una explicación…
–
Me he equivocado de clase- balbuceé
–
¿Y por qué no te quedas?- me dijo amablemente,
era una persona agradable, me sonreía dulcemente, pero yo quería salir de allí,
asique caminaba hacia la salida torpemente
–
No…- debía haber mirado al suelo en vez de a la
encantadora señora que me invitaba a quedarme, de haber sido así, no habría
tropezado con la mochila de uno de los alumnos. Era el centro de atención
cuando golpeé el maletín y casi alcanzo el suelo. Me levanté rápidamente y
continué andando- Es que tengo que ir a mi clase- Dije una vez situada en la
puerta
–
Bueno, vuelve cuando quieras- dijo con dulzura
Francamente me extraño que no hubieran
saltado carcajadas tras mi casi caída, pero cuando medité, deduje que sería por
que estaban anonadados con el espectáculo que había tenido lugar, ¿qué habrían
pensado de mí?
No quise darle más vueltas, volví
al tablón informativo de la entrada y decidí encaminarme ya a la segunda clase,
después de todo para media hora no merecía la pena asistir a la primera…
Fue ahí donde comencé a
socializarme con mis verdaderos compañeros, con los que aún mantengo contacto y
amistad.
–
¿Cuántos años tienes?- me preguntó Cristina
–
Diecisiete
–
¡¿Eres superdotada?!- no pude contener mi risa
ante aquel enunciado disparatado; sí, la chica que se mete en otra clase,
interrumpe para marcharse y casi se mata en su escapada, la chica que no sabe
ni mirar correctamente su aula a pesar de ser lo más sencillo del mundo… Esa
chica es superdotada
–
No, es que cumplo en diciembre
¿De qué le hablaría a mi abuela?
¿De la dinámica del curso? Podría contarle la importancia de la participación
en clase, de las exposiciones… Aquello me gustaba, las situaciones embarazosas
eran tan constantes en mi vida que mi vergüenza estaba prácticamente anulada,
eso y que me encanta hablar, a lo que llaman participación, hacían de mí la
perfecta candidata para dichos requisitos. Pero, si le hablaba de eso, podría
preguntarme por mi primera exposición, algo que no estaría feliz de relatar. Al
igual que reconozco que a partir de ese momento fue todo viento en popa, sé a
ciencia cierta que mi primera experiencia fue desastrosa.
Mi profesora me había instigado a
sintetizar el material que trataría junto con mi compañera en la clase
práctica. Yo no estaba nerviosa, estaba emocionada, había escogido el tema del
Holocausto con entusiasmo, recuerdo, leyendo el texto de guía, como me enfadaba
con el mundo y tomaba apuntes en un papel donde la tinta traspasaba la hoja de
la efusividad con la que escribía. Esto podría introducir la catástrofe
inminente que se avecinaba, pero yo no me di cuenta, cegada como estaba, en mi
tema.
Empecé a hablar yo, un error que
tuvimos que haber evitado cuando nos repartimos el trabajo. Lo introduje
sorprendentemente bien, las palabras salían de mi boca como vomitadas, no tenía
ni que pensarlas, simplemente salían. Mi gran obstáculo, el que desestabilizó
todo, fue el tiempo. Habría que haber estado allí para comprender la exhibición
que protagonicé cuando la profesora me interrumpió, informándome de los diez
minutos que restaban para el fin de la clase.
¡Me quedaba 1945! Ese año clave, que constataba más acontecimientos de
los que tenían los tres años posteriores juntos. El pánico se apoderó de mí,
mis papeles de guía volaban por la estancia mientras yo, hablando sin pausas
para respirar, contaba los hechos sin preámbulos. Ni yo misma habría conseguido
entenderme, no vocalizaba, no terminaba de contar una cosa y ya estaba en otra
completamente diferente, sin introducirla lo más mínimo. La profesora,
anonadada, intentaba comprender los sinsentidos que enredaba en aquella
historia, sumamente inverosímil. Cuando terminé mi sarta de oraciones infinitas,
un silencio de confusión fue detenido por mi maestra:
–
Cristina no has explicado muy bien esta fecha
–
Espere que lo vuelvo a explicar…
–
¡No!, no es necesario- dijo temerosa de que
retomara el tema
Lo aparenté fue tan real como las
carcajadas de mis compañeros en aquel momento, ¡había aburrido a una profesora!
Una que anestesiaba en sus clases a los alumnos con historias inacabables, que
agotarían hasta al más apasionado historiador. Mi compañera no pudo enfadarse
con migo por haberla dejado cinco minutos de exposición, no pudo regañarme.
Después de la cómica escena, solo pudo reírse al unisonó del resto, al acabar
la exposición.
Tenía muchas experiencias que
contarle a mi abuela, pero opté por lo más sencillo “Muy bien, sacó buenas
notas y he hecho muchos amigos”. Ella, satisfecha, me felicitó. El problema
vino después, cuando retomó un tema que siempre salía a la luz cuando me veía:
–
Cariño ¿tienes ya novio?
–
No abuela, no tengo prisa, soy muy joven
–
¡Hay hija!, que preocupada me tienes, nunca me
hablas de chicos… ¿Qué pasa?, ¿nadie te quiere?- cuando la gente dice que las
abuelas solo viven para idolatrar a sus nietos, me preguntó de dónde se sacaran
tal absurdo.
Pero es cierto que adoro a mi
abuela, ¿quién no la querría? Es una persona estupenda a pesar de tener un
pensamiento diferente al mío.
Cristina Torres
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