martes, 17 de marzo de 2015
La fuerza del destino
Práctica 8; Humor.
– En mi vida, solo he recibido una carta de amor. Y no era
tuya.
– Lo intenté, Marta, de verdad que lo intenté. ¡Mírala! Está
aquí.
Antonio se sacó un sobre arrugado del bolsillo de la
chaqueta. La lluvia lo había empapado de tal manera que en las esquinas inferiores
se transparentaban las palabras del papel. El servicio de correos se la había
devuelto con años de retraso.
Marta respiró profundamente y miró a un lado. Su perfil
altivo le decía que no iba a escucharle. Que aún seguía sentado en el sofá de
su casa, pero que la puerta estaba cerrada desde hacía tiempo. Había contestado
a su correspondencia solo por amabilidad.
– Dame tus mejores deseos para el bebé, y vete.
– Que seáis felices.
Contrariado, se levantó bruscamente y caminó hacia la
puerta. Su mal carácter era una de las cosas que Marta nunca había soportado,
aunque ella lo tuviera aún peor. Pero ya no había necesidad de cambiar, ya no
había vuelta atrás. Tres años de distancia y su propia estupidez habían acabado
con todo.
Cuando bajó a la calle, la lluvia y la noche cayeron sobre
él. Toda la ira de que había necesitado para llegar hasta ahí, en un momento,
se esfumó. Esperando que nadie estuviera por la calle a las dos de la mañana,
se sentó en el bordillo de la acera y enterró la cara entre las manos. El agua
que se dirigía hacia el alcantarillado comenzó a escalar por sus calcetines,
pero no le importó.
A unos cuantos metros, un bar aún permanecía abierto y por
sus ventanas se escapaban las notas de la última canción de Michael Jackson, She's
out of my life.
Marta como madre soltera. Parecía una pesadilla; aunque no
le habría extrañado que después de su relación hubiera querido hacerse
lesbiana. Asqueado por el devenir de sus pensamientos, negó con la cabeza y se
incorporó. Y en frente de él, como en una revelación, vio el cartel encendido
de una lavandería.
Había visto esas cosas en pelis yanquis. Extrañado, se
acercó. Sus pasos resonaron en la calle solitaria y se sumaron al murmullo de
la lluvia. Ya comenzaba a sentirse más tranquilo.
“La lavadora de los deseos. Ven y límpiate por dentro” Era
el eslogan, sobre un fondo rosa.
Intentó ver a través de las cristaleras, pero el local
estaba casi en penumbra. Se acercó a la puerta y vio que en efecto, estaba
abierto. Dudó durante unos instantes, pero se encogió de hombros y entró.
– Antonio... - escuchó una voz ronca.
– ¡¿Eh?! ¿quién es?
De golpe, varios fluorescentes iluminaron la habitación. Un
motero gordo y andrajoso estaba apoyado contra la pared de en frente, de
espaldas a él.
– Perdona, habían vuelto a saltar los fusibles.
– ¿Cómo sabes mi nombre?
– Tu camisa. Trabajas en el McDonald's, ¿no?
Antonio suspiró, aliviado. Aquella no era una de esas
historias en que un despechado se encuentra con una adivina que le ayuda a
recuperar su amor.
El motero, que llevaba pendientes en ambas orejas, se acercó
trabajosamente hasta el mostrador y se sentó. El olor de sus brazos desnudos,
llenos de tatuajes, golpeó a Antonio.
– Y bien, ¿qué querías?
– Eeeeh... Nada, solo preguntar. En el cartel pone que lavan
por dentro. Será un eslogan, supongo.
– ¿Es que te sientes sucio?
– Eso es algo privado.
El hombre grueso dio una palmada que casi tiró el mostrador
y rompió a reír.
– ¡Qué poco sentido del humor, Antonio!
– Perdona, creo que ya me voy.
Antonio se dio la vuelta, avergonzado y sorprendido por el
camino retorcido al que le habían llevado los acontecimientos. Pero cuando
tenía la mano en la puerta, el motero dijo:
– Entonces, ¿no quieres viajar en el tiempo?
– ¿Cómo dices?
– Nada, es que ahí en la acera, parecías un tanto deprimido.
Pensé que necesitarías una ayudita. Si no no habría abierto la lavandería.
– ¿La has abierto para mí? No entiendo nada.
– Solo abrimos cuando sabemos que alguien va a venir.
El motero, que ahora estaba recostado contra el borde del
mostrador, se cruzó de brazos y le miró con cara de circunstancias.
– ¿Si me pusiera un turbante y fuera una mujer negra te
convencería más? - inquirió.
Antonio consiguió sonreír.
– Es que... no entiendo mucho de qué va todo esto.
– Mira, chaval, te metes en la lavadora y te mando a donde tú
me digas. Dos mil pesetas el año.
Antonio se quedó mirando las lavadoras que estaban alineadas
contra la pared.
Efectivamente, si abría la tapa superior, podía llegar a entrar.
Pero no quería acabar dando vueltas con la boca llena de jabón. Y viajar en el
tiempo todavía no era físicamente posible.
– ¿Vas a quedarte pasmado toda la noche, o me vas a pagar?
– Lo siento, es que...
– ¿Crees que te estoy timando?
– Me temo que sí.
– Bueno, pues ya me pagarás cuando vuelvas. Con un montón de
vales de hamburguesas.
El motero se acercó a Antonio y le cogió por los hombros
para empezar a empujarle hacia una de las lavadoras. Podría haberse resistido;
pero el motero apretaba muy fuerte y Antonio tampoco valoraba mucho su propia
vida.
– Quítate los zapatos, es más cómodo.
El motero le pidió el carnet de conducir y el DNI, a fin de
asegurarse de que volvería.
Antonio acabó en el corazón de esa máquina de metal,
abrazado en posición fetal. Le habría gustado estar borracho para poder
dormirse, pero supuso que el alcohol no entraba en la tarifa. Escuchó refunfuñar
al motero mientras intentaba cerrar la tapa.
– Espero que en el futuro cambien el diseño. Estaría mejor con
forma de armario y muchos tubos de colores. ¿A dónde te llevo?
– Mil novecientos setenta y siete.
– ¿Solo dos años, eh? Ts, sin el maldito Franco habríamos
hecho mejor negocio. Nadie quiere ir más allá de mil novecientos setenta y
cinco.
Antes de poder despedirse, el motorista había cerrado la
tapa y sumido a Antonio en la total oscuridad. Su corazón comenzó a oprimirse
de miedo. Habría sido mejor suicidarse de cualquier otra manera.
Supo que estaba dando vueltas, pero no sentía nada. Como
cuando se acostaba demasiado deprisa y le parecía que la cama giraba y giraba.
Y, antes de que pudiera palpar mejor cuanto había a su alrededor, la puerta
volvió a abrirse y un chico engominado le ayudó a salir.
– Son cuatro kilos. - le dijo en cuanto estuvo en el suelo.
Antonio tuvo que mirarle a los ojos para darse cuenta de que
seguía siendo el motorista, solo que con camisa y corbata. Y sin tatuajes.
– Me dijeron que podría pagar después.
– ¡Puto yo del futuro! ¡joder! ¡No hace más que arruinarme!
Antonio compuso una sonrisa de disculpa y se dispuso a dejar
el establecimiento, cuando el
premotorista le agarró por el brazo y le dio una tarjeta.
– Lee esto y no la cagues.
“Instrucciones para los viajes en el tiempo.
Primer paso. Cómprate unos zapatos.
Segundo paso. Aségurate de no encontrarte con tu pasado yo.
No aseguramos contra la apoplejía y la muerte instantánea.
Tercer paso. El pasado siempre seguirá intentando ser como
era. Las fuerzas del destino tratarán de que todo te salga mal. No te plantees cosas
complejas.”
Cuando Antonio salió de la tienda, estaba eufórico. Solo
tendría que dejar una carta en el buzón de Marta, que vivía en el edificio de
en frente, para que dejara de pensar que se había olvidado de ella durante su
estancia en la universidad. Y ya no tendría una aventura con otro hombre, ni
estaría decidida a dar a luz a su hijo. Seguirían juntos y probablemente se
casarían, sin que el servicio de correos hubiera perdido su correspondencia y
lo hubiera impedido.
Se compró las chanclas más baratas que encontró, junto con
un taco de folios, un sobre y un bolígrafo. El bolígrafo no pintó, porque era
un de un Todo a cien,
así que tuvo que acercarse hasta una papelería, pero esos fueron todos los
altercados. Al fin y al cabo, la suya era una tarea sencilla.
Cuando hubo acabado, decidió adjuntar la letra de She's
out of my life. “He escrito esto pensando en ti. Se lo
he enviado a Michael Jackson, pero no creo que me conteste”. Antonio 1; Tom Bahler,
0.
Metiendo el sobre en el buzón, creyó ser el hombre más feliz
del mundo. Aunque tuviera que volver a meterse en la lavadora y que darle cien
vales al motorista que le costarían más de un mes de trabajo.
Cuando regresó al tiempo presente, ya eran las tres de la
mañana. Pero, teniendo en cuenta que Marta seguiría siendo su novia, si es que
no vivían juntos, no le importó llamar a su timbre. No respondió, pero
insistió, y finalmente una voz somnolienta le contestó por el interfono.
- ¿Es una broma pesada?
- Marta, ¡abre! ¡Soy yo, Antonio!
- ¿¡Qué haces aquí?!
- ¡Ábreme!
- ¡Estás loco!
Un pitido le indicó que ya podía pasar. Marta le esperaba
con un camisón de margaritas que ya llevaba con dieciséis años, según podía
recordar, y el pelo revuelto. No tenía una expresión altiva, sino confundida,
lo que resultó una buena señal para Antonio, que entró sin pedir permiso y se
dejó caer en el sofá.
- Tenía ganas de verte. - dijo.
- ¿Después de dos años? - inquirió Marta con ironía.- ¿Has
venido por lo de mi hijo?
- ¿Qué hijo?
Marta puso los ojos en blanco.
- Te lo dije en las cartas, ¿no las has abierto?
Antonio se quedó paralizado. Es como si estuviera viviendo,
de nuevo, la horrible escena que tuvo con Marta antes de entrar en la
lavandería. Pero no, no podía ser. Porque había viajado al pasado y se había
asegurado de meter bien la carta en el buzón. Las cosas no podían continuar
como si nada. Marta no se podía haber sentido sola, ni haber dado por
finalizada su relación. Ni haber intimado con otro hombre.
- Yo... te envié una carta. En la universidad. No entiendo
por qué... ¿Por qué ya no estamos juntos? - balbuceó Antonio.
- En mi vida, solo he recibido una carta de amor. Y no era
tuya.
Antonio se sintió como si esa frase le hubiera partido por
la mitad.
- ¿De quién? ¿quién te escribió?
- Eso no es asunto tuyo.
Marta bajó los ojos y se ruborizó.
- ¿No sabes de quién es? - adivinó Antonio.
- No. Pero era muy real. Me escribió una canción.
Antonio sintió que le faltaba el aire. No había firmado la
maldita carta. ¡El destino se la había jugado, no con un bolígrafo de los
chinos, sino con su propia estupidez! Y todo lo que había dicho, sus
sentimientos en primera persona, eran puro lirismo, puro amor. No había ninguna
referencia al mundo material. Marta no había podido suponer que fuera suya, no
tenía razones para hacerlo.
- Fui yo. Yo te la escribí. She's out of my life.
- Ya. Justo la que lleva sonando toda la noche en el bar de
enfrente. ¿Qué te hace pensar que me escribirían una canción de Michael
Jackson?
- Pero es cierto, ¿no?
- Eres patético.
Los ojos de Marta estaban vidriosos. Y Antonio pudo saber
que no era solo por el enfado, sino también por la humillación de creer que él
había adivinado la canción.
- ¿No vas a creerme, verdad? Es el destino.
- No, Antonio, no te creo. Y no es el destino, es que eres
estúpido.
Antonio negó con la cabeza, incapaz de creer lo que estaba
pasando, pero se levantó, dispuesto a marcharse. Desde la ventana, todavía veía
el cartel rosa de la lavandería.
- Si esa carta hubiera sido mía... ¿Qué habría pasado?
Marta resopló, impaciente. Solo quería que aquel extraño
saliera de su piso.
- Nada. No puedes cambiar el pasado con una simple carta.
Julia Concepción
Gutiérrez
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