lunes, 15 de diciembre de 2014

Vergüenza

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Práctica 4: Describe un objeto cotidiano.

Vergüenza

La máscara con la que prostituyo mis ideales

El azul turquesa de su superficie planchada rasga mi corazón cada vez que la toco. La miro y siento repugnancia de mí mismo al recordar que me disfraza cada fin de semana con su color y transforma mi pensamiento y mi dedicación en basura. Es el eje del alienamiento, que hace postrarse hasta al más brabucón, por una mísera recompensa.

Cada día que pasa aborrezco más los paseos bajo ella y las palabras insulsas que surgen de mis labios sin que yo quiera darme cuenta. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Me pregunto, para luego responderme: ¿Qué otra cosa puedo hacer? Y sigo caminando, paseándome alegremente por las mesas ocultando mi frustración, olvidándola.

Me fundo con la gente, sus sonrisas complacientes y su falsa amabilidad. Participo en ese circo en el que cada personaje tiene un guion que no debe saltarse ya que acechando, en las sombras, hay un poderoso látigo que resuena tan sólo para nuestros oídos. Las sonrisas postizas no entienden ese sonido, no lo reconocen ni quieren hacerlo: tan sólo somos autómatas que servimos bajo el mismo color turquesa.

En el pecho, un logo colorido, una efigie capitalista a la que rezar por el pan que me ofrece al final del mes. Símbolo de la diferencia que hay entre ellos y nosotros. El servido y el siervo. El cliente y el esclavo. Un abismo separa nuestras miradas cuando, con disimulada repugnancia, atiendo a sus absurdas demandas. Esta imagen en mi pecho me convierte en parte del mobiliario, en un autómata que, a ojos de esas personas que exigen elitismos, carece de subjetividad y vida más allá de esa ropa.
Al abrocharme sus botones me sumerjo en el drama camuflado de comedia en el que me obligo a representar un dócil trabajador que se desvive por complacer al cliente. Pero, vaya por Dios, actúo mal. Se dan cuenta de mi desprecio hacia su forma de vida, de mi frustración al ver que viene más gente a consumir porquería que a manifestarse por sus derechos, reconocen en mis ojos la furia que provoca su pasividad y su contribución amodorrada a un sistema que ahoga a las trabajadoras y trabajadores, esclavos de sus deseos. Y claro, sus cejas se fruncen y sus labios se aprietan, sus narices parecen captar un olor que no toleran: el olor de una realidad desigual e injusta, que hace ver que de su mano, señalando platos en la carta, pende una fuerte cadena hasta mi cuello.

Las ideas de sindicalismo y acción colectiva entre las que me muevo en clase, se difuminan cuando camino con esa camisa. Toda la fe en el cambio de la sociedad, todas las ganas de luchar por lo que creo, dejan de revolotear y caen a mis pies, agonizantes por lo absurdo de mi situación. Ya no soy un revolucionario, ni pretendo serlo. Ya no soy siquiera un estudiante. Tan sólo soy un payaso más con una camisa blanca y azul.


Camisa de trabajo.

Montag

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  1. Me ha gustado muchísimo, me parece que le das mucha fuerza a la descripción y construyes al protagonista excelentemente dentro de esa camisa. Quizás el énfasis en el desarrollo del protagonista sea un poco excesivo para la descripción de la camisa, pero el resultado es una descripción muy emocional de un montón de cosas de enorme valor. Un trabajo que me ha encantado.

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