sábado, 1 de noviembre de 2014

Práctica 1; Escribe sobre lo que conoces. Ámbito académico.

5 comentarios :
Práctica 1; Escribe sobre lo que conoces. Ámbito académico.

Descubrí mi vocación durante mis días de bachillerato. Por aquella época, la mayoría de mis compañeros de clase ya se hacían una idea -más o menos aproximada- de qué era lo que iban a estudiar, y yo me incluía entre ellos. Pero a mí me parecía que las convicciones sobre mi futuro, así como mi vocación, estaban a un nivel muy superior a la de ellos; mucho más definidas, plausibles y reales. Difícilmente algo podría hacerme cambiar de opinión sobre mi futuro, y yo me sentía infinitamente orgullosa de tal hecho.
Yo quería estudiar ingeniera química, para ser profesora de instituto. De entre las ciencias, la química me parecía la más atrayente: no era solo lógica y matemática, sino también memoria y orden. Cada día, me sentaba en el pupitre de forma diligente, en las primeras filas del laboratorio, y abría el libro de texto de par en par en las páginas de la tabla periódica. La tabla periódica era el icono perfecto de la química: complicada, pero no engañosa, ponía todas sus cartas sobre la mesa desde el principio. Un grupo reducido de elementos entre los que se hallaba la respuesta al secreto del Universo. Leyes matemáticas, físicas, termodinámicas, de todo tipo, entretejidas de una armonía esencial.
La química me recordaba al olor de los libros de texto recién comprados, a los marcapáginas, a los subrayadores amarillos, a las anotaciones del margen, a los renglones rectos de un cuaderno, a las equis despejadas de una ecuación perfectamente escalonada en pasos. A diferencia de otras disciplinas, la química precisaba de un orden estricto, de una cabeza perfectamente estructurada, para que todo cupiera en su lugar. Disfrutaba secretamente con las divisiones necesarias para los cambios entre unidades, me repetía de memoria las equivalencias, y magnitud era una palabra básica para mí.
No me faltaban pues, razones, para sentir que mi vocación era más real que la del resto de la clase. Sin embargo, no me dejaba a mí misma ostentar todo el protagonismo, y no siempre levantaba la mano, ni salía voluntaria a la pizarra. Este disimulo de mis sentimientos reales me hacía necesaria una observación constante del exterior, para no precipitarme, y he de admitir que ver cómo mis compañeros disponían de menos aptitudes que yo no me resultaba desagradable.
Con una excepción. Yo tenía una compañera de laboratorio, y una preciada amiga por aquel entonces, que compartía pupitre conmigo. Si antes he dicho que la química precisa de una mente bien amueblada, mi compañera María disponía de todo lo contrario. Mientras yo abría mi tabla periódica, María, aprovechando que estábamos al lado de la ventana, entornaba los ojos y miraba hacia la oscuridad de la madrugada, en aquellas demasiado tempranas horas. Así se pasaba la mayor parte de la clase, pensando quién sabe qué, divagando, esbozando un par de ejercicios de forma perezosa. Sus renglones estaban torcidos, no rectos como a mí me gustaba verlos; no respetaba los cambios de unidad y a veces, hasta los efectuaba por instinto. Memorizar para ella era tarea nefasta, y el orden armónico de las partículas subatómicas, sus enlaces y sus propiedades se le escapaba por completo.
El cariño que sentía hacia ella se convertía en tristeza cada vez que suspendía algún examen.
Una mañana, no pude reprimirme más e intenté hablar de la situación.
– ¿Qué miras?
María se volvió hacia mí con lentitud y parpadeó un par de veces, como si no pudiera verme bien.
– ¿Qué? - inquirió de forma imprecisa.
– Que qué miras.
Lo dije con cierto deje de rencor. Estaba segura de que o bien se encogería de hombros, o diría que nada en particular.
– Ese graffitti.
Me incliné hacia su sitio y atisbé por la ventana. Hicieron falta un par de indicaciones más para que pudiera encontrar las letras rojas esbozadas, sin mucho cuidado, sobre la pared de ladrillo que rodeaba un recinto deportivo colindante a nuestro instituto.
Siete años contigo, siete años sin ti.
María me dijo que no sabía lo que significaba. A mí, el leerlo me inspiró pena, una aflicción de estas que son profundas y sordas, desenterrada de algún muy lugar muy profundo y que emanaba hacia las costillas. Por unos instantes, barajé las opciones, las historias que podrían estar detrás de aquel hermoso acto de vandalismo, y no me decidí por ninguna. Una ruptura amorosa era lo más probable, pero catorce años son muchos, y no podía imaginarme a un treintañero, o incluso cuarentón, cogiendo un spray para rememorar a su expareja.
El misterio de las letras rojas, al contrario que el misterio del Universo, era oscuro, tétrico, desordenado y triste. Pensar en ello era como poner una zancadilla a mi habitual forma de pensar.
No le di muchas más vueltas, pero el ver a María enfrascada en la contemplación de esa ventana no paraba de recordármelo.
Como yo esperaba, saqué la mejor nota de la clase en química y una de las mejores medias en total. Entré en la universidad que yo quería e indagué en la disciplina que tanto me apasionaba, cada día más. Me presenté a oposiciones y quedé entre los primeros puestos.
Se puede decir que cumplí con mis ambiciones. Pero, como siempre se dice, al final todo se queda pequeño. Y el orden y la lógica que antes tanto había venerado ahora se estaban convirtiendo en las paredes de un laberinto que solo sabía dar vueltas. Y la química, como todas las demás ciencias, empezó a parecerme un modelo demasiado limitado de perfecciones que nunca se hacían realidad.
De vez en cuando, María y yo nos enviábamos cartas. O al menos, eso hacíamos cuando éramos unas adolescentes. De una respuesta a otra podían pasar muchos meses, a pesar de que nos veíamos todos los días. Pero la espera merecía la pena.
Lo que nunca habría podido adivinar es que después de tanto tiempo, volvería a llegarme una carta suya. Por servicio de correos, al más puro estilo poético de mi amiga.
Quería saber qué tal me iba, dónde estaba, si era feliz. Ella ahora residía en Francia, y hacía de guía turística por sus calles.
Solo quería hablarle de lo más importante, de algo que llevaba los últimos años arañando las paredes de mi conciencia, porque por fin, después de tantos años de equivocaciones, me había dado cuenta de qué era.
        «María, todavía no sé qué significa siete años contigo, siete años sin ti.»

Julia Concepción Gutiérrez

5 comentarios :

  1. Me ha gustado mucho, la verdad, la contraposición del orden claro y preciso de la ciencia con el desorden de las emociones y la duda que plantea la frase me parece muy acertado y que realmente transmite el complicado proceso que implica madurar. Especialmente la carta de respuesta es muy directa al respecto, planteando en una sóla frase todas las dudas que ella levemente ha ido dejando traslucir a lo largo de todo el texto, como cierto hastío con el camino que ha escogido para su vida.

    Como crítica principal, te has pasado un poco con el máximo de palabras. Tampoco mucho, y desde luego el texto no se hace ni largo ni pesado, pero si que es cierto que lo bueno de los ejercicios es tratar de cumplir con todas sus normas, y en este caso esforzarse un pelín para condensar. Y lo digo especialmente porque quitarle esas 67 palabras de más a este texto puede ser muy complicado, sin que se perjudique la historia tan bien narrada que aquí encontramos.

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  2. Increíble. De lectura amena y con un mensaje muy profundo. Para mí, muestra la debilidad del ser humano ante lo desconocido, ante lo que no puede controlar.

    ¡Sigue así!

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  3. Evocador e intenso. Manifiestas muy claramente la dicotomía del ser humano, esa mente lógica enfrentada a sentimientos paradójicos y la búsqueda constante de respuestas que den un orden al caos existencial. Lo haces con un texto cotidiano y sencillo, una historia con la que todos podemos identificarnos en mayor o menor medida, para concluir de forma casi circular sin responder realmente a la duda planteada, pero dejando espacio para la meditación. Me ha gustado mucho.

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    1. Muchas gracias, me halaga que se puedan ver tantas cosas.

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